Agustín Basave
30-Mar-2009
La muerte de Eulalio Ferrer me hizo sacar muchos recuerdos del cajón. En los últimos años hemos perdido varios conspicuos representantes de la inteligencia y la sensibilidad mexicanas, miembros de una generación particularmente talentosa. Soy suficientemente viejo para haberlos conocido y —dolorosa oportunidad— suficientemente joven para despedirlos. Tuve el privilegio de abrevar y ser amigo de varios de ellos. Artistas, historiadores, poetas, seres luminosos que abrieron nuevas ventanas culturales y dejaron tras de sí esos extraños rayos solares que brillan al anochecer. Hegel decía que la sabiduría es como el búho de Minerva, que ha de salir a la hora en que el sol se pone. Yo digo que es el aleteo del ave del crepúsculo lo que aleja la oscuridad. Y por eso quiero evocar, ahora que nos acechan las tinieblas, a un póquer de hombres sabios que nos han dejado, y que hace muchos ayeres tuvieron la generosidad de dialogar con un muchacho que no tenía más credenciales que la audacia y el desparpajo de su alborada.
Empiezo por quien detonó mi memoria. Eulalio fue un renacentista tardío y un posmodernista precoz, un cervantista empedernido y un comunicólogo de vanguardia. Ilustrado y curioso, compendio del ayer y del mañana, abarcó con su mirada muchos horizontes. Nunca renunció a su derecho a vivir con igual intensidad su españolidad y su mexicanidad. A él y a mi padre los juntó Alonso Quijano el bueno; a él y a mí nos presentó José Luis Cuevas, en una de sus fiestas de cumpleaños. Desde entonces nos vimos en pocas pero para mí memorables ocasiones, las suficientes para admirar su alma de nieto longevo, que no de joven abuelo, y para escucharlo hablar de muchas cosas, desde la edad de oro hasta la plata de la publicidad. Conservo un grabado y varias anécdotas que me obsequió, empezando por la de la malhadada visita que él y Julio Scherer le hicieron a Cantinflas. Lo vi por última vez hace cuatro meses del brazo de Juan Goytisolo, en ocasión de un homenaje a Carlos Fuentes, con su físico deteriorado y su bonhomía intacta. Le di un abrazo que me supo a melancolía.
Junto a Eulalio Ferrer compartí varias reuniones con Raúl Anguiano. Charlar con el maestro Anguiano era participar en una fiesta de reminiscencias de la historia posrevolucionaria, revivir los grandes acontecimientos y las grandes personalidades de nuestro siglo XX. La suya fue una existencia sin desperdicio. Su conversación provocaba una sensación similar a la que se experimenta al observar su obra plástica: la de paladear una visión de la mexicanidad que emerge magistralmente de las fibras sensibles que se cruzan entre el ser humano y el pintor para formar la equis en su frente. México era su vida y su obra, estaba en sus entrañas y en su pincel, en su amabilidad y en su oficio artístico. Fue el último de los mohicanos, el epílogo emblemático de la escuela mexicana de pintura. De él guardo, entre otras cosas, el fabuloso regalo que ilustra la portada de mi libro México Mestizo y muchos recuerdos y anécdotas de una picardía vivificante.
Digo historia y pienso en don Luis González y González. Don Luis fue uno de esos historiadores creativos que trascienden con mucho la mera recreación del pasado, y de ello dejó testimonio en su obra. Su macrovisión nos legó la microhistoria, sus ironías nos despertaron de un letargo inercial y su objetividad iconoclasta sacudió los pedestales de nuestras estatuas de bronce, colando entre sus grietas la pócima desmitificadora que tanta falta nos hacía. Su agudeza fue tan proverbial como su afabilidad. Tengo de él su Pueblo en vilo con una maravillosa dedicatoria que resguardo para mis nietos.
Termino, por falta de espacio y obligado por su aniversario, con Jaime Sabines. ¿Qué puedo decir de este gran poeta que nos dio a todos sus poemas estremecedores así nada más, como me dio a mí su amistad? Un buen día le llamé con el propósito de conocer personalmente a quien producía tanta belleza y poco después, ya enfermo, aceptó mi invitación a cenar en mi casa. Atesoro el prólogo que escribió para mi colección de ensayos Soñar no cuesta nada y su enseñanza de que la poesía es ante todo sentimiento, pasión, emotividad pura si la hay, y que los poemas que sólo mueven a la especulación guardan un germen de impostura y de traición a su especie. Él atrofió venturosamente mi sentido poético, me hizo creer que en un alma sin agua azul, sin calor verde, sin un hábitat exuberante, no puede florecer un verso que se precie de serlo. Me dejó claro, en suma, que sólo quien puede apasionarse y desgarrarse amorosamente es capaz de engendrar palabras húmedamente hermosas.
En otra ocasión hablaré de nuestras otras grandes pérdidas. De Octavio Paz a Paco Ignacio Taibo, de Edmundo O’Gorman a Víctor Hugo Rascón, de Emma Godoy a Griselda Álvarez, son muchas las ausencias recientes que nos empobrecen. Crímenes son del tiempo y no de México, sin duda; quienes aquí rememoro nacieron entre 1915 y 1926, de modo que es natural que se hayan ido. Pero eso no atenúa la sensación de quebranto. Mi papá solía lamentar la partida de sus maestros diciendo que estaban hechos de brillantez y caballerosidad, y que ya no había de ésos. Y una generación atrás, Luis Cabrera había dicho ante la tumba de mi tío abuelo, Carlos Basave, que lamentaba con su muerte “la extinción de la casta de hidalgos en quienes esta Patria nuestra tenía puestas sus esperanzas”. Quizá me estoy haciendo viejo, pero no puedo evitar sentir lo mismo hoy.
Empiezo por quien detonó mi memoria. Eulalio fue un renacentista tardío y un posmodernista precoz, un cervantista empedernido y un comunicólogo de vanguardia. Ilustrado y curioso, compendio del ayer y del mañana, abarcó con su mirada muchos horizontes. Nunca renunció a su derecho a vivir con igual intensidad su españolidad y su mexicanidad. A él y a mi padre los juntó Alonso Quijano el bueno; a él y a mí nos presentó José Luis Cuevas, en una de sus fiestas de cumpleaños. Desde entonces nos vimos en pocas pero para mí memorables ocasiones, las suficientes para admirar su alma de nieto longevo, que no de joven abuelo, y para escucharlo hablar de muchas cosas, desde la edad de oro hasta la plata de la publicidad. Conservo un grabado y varias anécdotas que me obsequió, empezando por la de la malhadada visita que él y Julio Scherer le hicieron a Cantinflas. Lo vi por última vez hace cuatro meses del brazo de Juan Goytisolo, en ocasión de un homenaje a Carlos Fuentes, con su físico deteriorado y su bonhomía intacta. Le di un abrazo que me supo a melancolía.
Junto a Eulalio Ferrer compartí varias reuniones con Raúl Anguiano. Charlar con el maestro Anguiano era participar en una fiesta de reminiscencias de la historia posrevolucionaria, revivir los grandes acontecimientos y las grandes personalidades de nuestro siglo XX. La suya fue una existencia sin desperdicio. Su conversación provocaba una sensación similar a la que se experimenta al observar su obra plástica: la de paladear una visión de la mexicanidad que emerge magistralmente de las fibras sensibles que se cruzan entre el ser humano y el pintor para formar la equis en su frente. México era su vida y su obra, estaba en sus entrañas y en su pincel, en su amabilidad y en su oficio artístico. Fue el último de los mohicanos, el epílogo emblemático de la escuela mexicana de pintura. De él guardo, entre otras cosas, el fabuloso regalo que ilustra la portada de mi libro México Mestizo y muchos recuerdos y anécdotas de una picardía vivificante.
Digo historia y pienso en don Luis González y González. Don Luis fue uno de esos historiadores creativos que trascienden con mucho la mera recreación del pasado, y de ello dejó testimonio en su obra. Su macrovisión nos legó la microhistoria, sus ironías nos despertaron de un letargo inercial y su objetividad iconoclasta sacudió los pedestales de nuestras estatuas de bronce, colando entre sus grietas la pócima desmitificadora que tanta falta nos hacía. Su agudeza fue tan proverbial como su afabilidad. Tengo de él su Pueblo en vilo con una maravillosa dedicatoria que resguardo para mis nietos.
Termino, por falta de espacio y obligado por su aniversario, con Jaime Sabines. ¿Qué puedo decir de este gran poeta que nos dio a todos sus poemas estremecedores así nada más, como me dio a mí su amistad? Un buen día le llamé con el propósito de conocer personalmente a quien producía tanta belleza y poco después, ya enfermo, aceptó mi invitación a cenar en mi casa. Atesoro el prólogo que escribió para mi colección de ensayos Soñar no cuesta nada y su enseñanza de que la poesía es ante todo sentimiento, pasión, emotividad pura si la hay, y que los poemas que sólo mueven a la especulación guardan un germen de impostura y de traición a su especie. Él atrofió venturosamente mi sentido poético, me hizo creer que en un alma sin agua azul, sin calor verde, sin un hábitat exuberante, no puede florecer un verso que se precie de serlo. Me dejó claro, en suma, que sólo quien puede apasionarse y desgarrarse amorosamente es capaz de engendrar palabras húmedamente hermosas.
En otra ocasión hablaré de nuestras otras grandes pérdidas. De Octavio Paz a Paco Ignacio Taibo, de Edmundo O’Gorman a Víctor Hugo Rascón, de Emma Godoy a Griselda Álvarez, son muchas las ausencias recientes que nos empobrecen. Crímenes son del tiempo y no de México, sin duda; quienes aquí rememoro nacieron entre 1915 y 1926, de modo que es natural que se hayan ido. Pero eso no atenúa la sensación de quebranto. Mi papá solía lamentar la partida de sus maestros diciendo que estaban hechos de brillantez y caballerosidad, y que ya no había de ésos. Y una generación atrás, Luis Cabrera había dicho ante la tumba de mi tío abuelo, Carlos Basave, que lamentaba con su muerte “la extinción de la casta de hidalgos en quienes esta Patria nuestra tenía puestas sus esperanzas”. Quizá me estoy haciendo viejo, pero no puedo evitar sentir lo mismo hoy.
abasave@prodigy.net.mx
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