Desde hace más de dos semanas, la automotriz estadunidense Chrysler mantiene suspendidas las operaciones en sus cinco plantas en México, a la espera de que se concrete la venta de la mayoría de los activos de esa compañía a un consorcio articulado en torno a la italiana Fiat, en el que participarían también organizaciones sindicales y los gobiernos de Estados Unidos y Canadá. Ayer, el juez federal encargado del caso, tras una maratónica sesión de 11 horas, decidió postergar hasta el lunes el fallo en torno a la operación. En tanto ésta se consuma, el daño está hecho y es evidente: en Toluca, la suspensión de labores en la planta de Chrysler ha afectado a unos mil empleados, mientras en Coahuila el número de trabajadores en paro obligatorio por la misma causa asciende a cinco mil. En esta segunda entidad, los cierres de las plantas de Chrysler se han conjugado con los de las fábricas de automotores de la también estadunidense General Motors, circunstancia que, en conjunto, afecta a más de 40 mil trabajadores.
Estos datos son sólo botones de muestra de la desoladora situación que enfrenta la industria automotriz en México (que representa una quinta parte del total de las exportaciones manufactureras nacionales), al conjugarse los retrasos históricos que arrastra el país en materia económica y social –que han impedido, entre otras cosas, la reactivación de la economía y el mercado internos y el restablecimiento de mecanismos de bienestar por parte del Estado– con una grave contracción del mercado mundial. Por lo anterior, un sector como el automotriz, tradicionalmente asociado con las exportaciones y que, por tanto, pudo haber encontrado en otro momento alguna ventaja en la devaluación de la moneda frente el dólar, hoy padece los estragos de una severa caída en la demanda del exterior: tan sólo en abril pasado, según cifras del Instituto Nacional de Geografía y Estadística, las ventas al exterior de productos de la industria automotriz experimentaron una caída de 35.3 por ciento (La Jornada, 23/5/09), situación que, por añadidura, no sólo afecta a los empleados de los grandes fabricantes de automotores, sino también al conjunto de proveedores y empresas satélites de ese sector.
La problemática descrita prefigura una devastación económica que se expresará de manera más cruda en aquellas zonas del país donde industrias como la automotriz constituyen los principales pilares de la economía y el comercio locales, los cuales hoy se encuentran literalmente paralizados.
La gravedad de este escenario tendría que obligar al gobierno federal –actualmente concentrado de manera casi exclusiva en una política de combate a la delincuencia que ha tenido, por lo demás, muy dudosos resultados– a redirigir sus acciones hacia el área económica a efecto de atender una emergencia que resulta tanto o más importante que la crisis de seguridad: a fin de cuentas, no puede pasarse por alto que fenómenos delictivos como el narcotráfico no son sino expresiones de una descomposición social que se gesta originalmente en la economía y que las filas de las organizaciones delictivas se verán inevitablemente engrosadas por algún porcentaje de quienes han perdido el empleo en los meses pasados, o de quienes habrán de perderlo en los siguientes.
Estas consideraciones ponen de manifiesto la necesidad de que el gobierno federal abra los ojos a la realidad económica y social del país, y avance en el diseño y la aplicación de medidas eficaces para paliar los efectos de la crisis actual. Un paso obligado tendría que ser, además del reconocimiento de la inviabilidad del modelo económico vigente, la reorientación del gasto público hacia la construcción de infraestructura, la generación de empleos y la asistencia focalizada a los trabajadores de los sectores más afectados, como es el caso de la industria automotriz. En la medida en que esto no ocurra, difícilmente podrá evitarse que se profundice el deterioro generalizado de las condiciones de vida y el aumento en el sufrimiento de amplias franjas de la población, y se correrá el riesgo de enfrentar escenarios indeseables de ingobernabilidad e inestabilidad social.
kikka-roja.blogspot.com/
Estos datos son sólo botones de muestra de la desoladora situación que enfrenta la industria automotriz en México (que representa una quinta parte del total de las exportaciones manufactureras nacionales), al conjugarse los retrasos históricos que arrastra el país en materia económica y social –que han impedido, entre otras cosas, la reactivación de la economía y el mercado internos y el restablecimiento de mecanismos de bienestar por parte del Estado– con una grave contracción del mercado mundial. Por lo anterior, un sector como el automotriz, tradicionalmente asociado con las exportaciones y que, por tanto, pudo haber encontrado en otro momento alguna ventaja en la devaluación de la moneda frente el dólar, hoy padece los estragos de una severa caída en la demanda del exterior: tan sólo en abril pasado, según cifras del Instituto Nacional de Geografía y Estadística, las ventas al exterior de productos de la industria automotriz experimentaron una caída de 35.3 por ciento (La Jornada, 23/5/09), situación que, por añadidura, no sólo afecta a los empleados de los grandes fabricantes de automotores, sino también al conjunto de proveedores y empresas satélites de ese sector.
La problemática descrita prefigura una devastación económica que se expresará de manera más cruda en aquellas zonas del país donde industrias como la automotriz constituyen los principales pilares de la economía y el comercio locales, los cuales hoy se encuentran literalmente paralizados.
La gravedad de este escenario tendría que obligar al gobierno federal –actualmente concentrado de manera casi exclusiva en una política de combate a la delincuencia que ha tenido, por lo demás, muy dudosos resultados– a redirigir sus acciones hacia el área económica a efecto de atender una emergencia que resulta tanto o más importante que la crisis de seguridad: a fin de cuentas, no puede pasarse por alto que fenómenos delictivos como el narcotráfico no son sino expresiones de una descomposición social que se gesta originalmente en la economía y que las filas de las organizaciones delictivas se verán inevitablemente engrosadas por algún porcentaje de quienes han perdido el empleo en los meses pasados, o de quienes habrán de perderlo en los siguientes.
Estas consideraciones ponen de manifiesto la necesidad de que el gobierno federal abra los ojos a la realidad económica y social del país, y avance en el diseño y la aplicación de medidas eficaces para paliar los efectos de la crisis actual. Un paso obligado tendría que ser, además del reconocimiento de la inviabilidad del modelo económico vigente, la reorientación del gasto público hacia la construcción de infraestructura, la generación de empleos y la asistencia focalizada a los trabajadores de los sectores más afectados, como es el caso de la industria automotriz. En la medida en que esto no ocurra, difícilmente podrá evitarse que se profundice el deterioro generalizado de las condiciones de vida y el aumento en el sufrimiento de amplias franjas de la población, y se correrá el riesgo de enfrentar escenarios indeseables de ingobernabilidad e inestabilidad social.
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