Arnaldo Córdova
Cuando en 1997 Cuauhtémoc Cárdenas ganó las elecciones al Gobierno del Distrito Federal, muchos nos preguntamos si había sido porque él era el mejor candidato entre todos los que compitieron o si, en cambio, había sido porque era el candidato de izquierda. En cierto sentido, la pregunta era ingenua y limitada, pues era evidente que había sido no sólo por esas dos cualidades, sino por muchos otros factores, como el hartazgo con la corrupción y el mal gobierno de los mandatarios priístas que hasta entonces se habían sucedido o una simple curiosidad ciudadana por ver, en la capital, cómo se podía desempeñar un gobernante de nuevo cuño.
Haber ganado con más del 47 por ciento de la votación fue de verdad sorpresivo, igual que lo había sido, diez años antes, el que el PRI perdiera su mayoría absoluta en las votaciones defeñas y también su tradicional hegemonía en una ciudad que siempre había sido conservadora y conformista. Se trató de una victoria extraordinaria y arrasadora. Pareció ser, además, de largo alcance, lo que se ha demostrado por el hecho de que, desde entonces, la izquierda ha mantenido su dominio indisputado. Pero lo que quedó para la historia fue que había sido un triunfo histórico para la izquierda.
Con el tiempo y viendo el comportamiento del electorado capitalino, se fue comprendiendo un poco mejor las razones de ese suceso de la izquierda. Se ha dicho muchas veces, aunque se haya estudiado poco: en el DF existe una ciudadanía que es la más ilustrada políticamente del país; aquélla es la entidad que tiene la mayor concentración de riqueza y de cultura; sus ciudadanos son los mejores observadores de la política, puesto que viven en el centro del poder nacional; son los que siempre cuentan con mayor información y, por si fuera poco, los que deciden y votan con más libertad y mayor información.
Los gobiernos de izquierda, por su lado, han sabido gobernar atendiendo las más importantes demandas de la población, si bien no exentos de errores y pifias o, incluso, de corruptelas que se han dejado correr sin corrección alguna y muy acríticamente, sobre todo en el último periodo de gobierno. El resultado político de ello es que los ciudadanos lo resienten y eso los lleva a comportarse con desilusión y hasta con indignación por actos de gobierno que en mucho reflejan el viejo autoritarismo y el desaseo con los que se gobernó a la capital.
Por primera vez estamos ante la disyuntiva real de que la izquierda pierda las elecciones de este año, porque han comenzado a darse signos ominosos de inconformidad y rebeldía de la ciudadanía por actos ciertos de mal gobierno. Eso, acompañado de cierta petulancia y prepotencia de funcionarios públicos que han perdido la antigua humildad con la que se enfrentaron los problemas y también la determinación de hacer bien las cosas. Muchos de esos funcionarios han llegado a confesar que no se consideran de izquierda ni, mucho menos, pertenecen al partido gobernante, el PRD, lo que de ningún modo podría considerarse un defecto.
El ascenso al poder, desde luego, ha beneficiado abundantemente al PRD, convirtiéndolo, como efecto inmediato de las victorias electorales, en un partido con ascendiente y consenso populares; pero su tradicional tara, el ser una reunión de tribus oportunistas y díscolas, feroces en la lucha por el botín y tendencialmente indisciplinadas y logreras, no le ha dejado convertirse de verdad en una fuerza política gobernante. El rol cohesionador y disciplinario lo han desempeñado los gobernantes en turno, que muchas veces han tenido que convertirse en apaciguadores de los conflictos internos.
Tal vez a ello se deba el hecho de que el último gobierno perredista aparezca, sobre todo, en los últimos tiempos, como un gobierno poco identificado con la izquierda histórica y cada vez más alejado de las políticas que sus antecesores siguieron. Independientemente del significado real que haya tenido el pacto entre Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard en su reconciliación, el hecho es que desde ese momento éste último ha tenido total libertad para decidir en torno a las determinaciones que formalmente corresponden al partido. Eso se puede ver en el proceso que sigue la sucesión al gobierno del DF.
El vuelco que se ha dado en derredor de la precandidatura del ex procurador Miguel Angel Mancera es revelador de lo que decimos. Las cosas en lo tocante a la elección del futuro candidato de la izquierda ya no se deciden dentro de los partidos, sino en las alturas del poder. Al parecer, Mario Delgado era un prospecto del jefe de Gobierno para contender dentro del PRD; cuando eso ya no fue necesario, por todo lo que he apuntado antes, Mancera se convirtió en el favorito. El fue uno de aquellos funcionarios a los que antes me referí y que negaron ser de izquierda (varias veces dejó en claro de no pertenecía al PRD ni pensaba ingresar al mismo).
Se trató de un ascenso meteórico. Hasta hemos podido observar una especie de cargada oficialista proveniente de diferentes ámbitos a favor del elegido. Resulta muy curioso que el hecho de que se trate de un abogado que no ha tenido mayor participación en la política (de hecho era un apolítico hasta que se supo de sus aspiraciones) se le quiera presentar como garantía de un triunfo seguro y se diga, sin mucho análisis, que es el prospecto que evitará que el PRI (con Beatriz Paredes como su candidata) triunfe en las próximas elecciones. Muchos atribuyen, al parecer con razón, a Manuel Camacho el ser el aprendiz de brujo que ha cocinado todo este proceso.
De repente todos aquellos otros prospectos que surgieron de las filas del PRD (Martí Batres, Alejandra Barrales o Joel Ortega, aunque éste con su propia base política) o de otro partido de la coalición (el muy peculiar Gerardo Fernández Noroña) se opacaron ante el candidato independiente en pos del cual se arremolina la cargada. En los hechos, el PRD ha desaparecido como actor de este proceso y sus diferentes tribus alegremente participan de la cargada, dando un espectáculo bochornoso (el caso de Izquierda Democrática Nacional, de Bejarano, es casi emblemático, pues con ser la corriente mayoritaria en la entidad, no tuvo de dónde sacar un candidato propio).
Lo que causa verdadera hilaridad es que se considere inevitable el triunfo del PRI sólo porque su abanderada podría ser la tlaxcalteca Beatriz Paredes. Es verdad que ella sería una excelente candidata para ese partido; pero éste en el DF es, auténticamente, una caricatura de partido, dividido por la mitad y sin bases reales de apoyo. En una entidad que ha mostrado un antipriísmo ya tradicional desde los lejanos años ochenta, es mucho más temible el PAN, con una sólida base social, si bien muy localizada en ciertos puntos de la geografía defeña.
Yo habría preferido que las bases del PRD (y de los otros dos partidos de la coalición) hubiesen tenido la oportunidad de decidir por sí mismas quién sería su candidato. Yo, desde luego, me habría pronunciado por Martí Batres, un verdadero prospecto de izquierda, con trayectoria política, legislador en varias ocasiones y un funcionario honesto y eficaz. Todo eso ya no es posible (si alguna vez lo fue) y la contienda electoral será ya muy otra cosa.
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