José A. Crespo
Fraude electoral: ¿violencia o civilidad?
Los resultados estrechos en los comicios parecen un fenómeno cada vez más frecuente, en la medida en que la elevada competencia es propia de las democracias, antiguas y nuevas. Pero los efectos políticos de los resultados estrechos no siempre son los mismos. Eso depende de múltiples variables, como la historia y la cultura del país en cuestión, el régimen político y la fortaleza o la fragilidad de sus instituciones. En muchos sistemas parlamentarios, un resultado cerrado no genera necesariamente dudas, conflictos e impugnaciones, pues el gobierno no se determina a partir del sufragio ciudadano, sino de los votos en la Cámara baja del Congreso. Un partido que gana la mayoría relativa de votos podría no encabezar la coalición gobernante y sí hacerlo uno con una votación bastante menor (como ocurrió en Japón en 1993 y en Suecia en 1976, al menos). En todo caso, unos cuantos votos de más o de menos no suelen ser determinantes en la formación del gobierno. En los sistemas presidenciales, sí.
Pero que una elección cerrada y con resultado dudoso derive en un grave conflicto político o no depende también de la fortaleza o la fragilidad de las instituciones del presidencialismo en cuestión. La elección estadunidense de 2000 se considera altamente incierta, cuando no fraudulenta. Hubo cinco semanas de incertidumbre que, sin embargo, no afectaron a la economía ni ello provocó disturbios políticos. Y eso no sólo se debe a la civilidad política de Al Gore, sino a la fuerza y el tipo de instituciones estadunidenses, donde la convocatoria a la resistencia (y, peor aún, a la violencia) es mal recompensada. Los patrocinadores del candidato perdedor (generalmente grandes empresarios, más interesados en la estabilidad que en el triunfo de su candidato) son los primeros en rechazar las protestas. Por eso, a Richard Nixon, en 1960, sus patrocinadores le dijeron que aceptara sin chistar el fraude con que ganó John Kennedy, si quería continuar su carrera política. Y así lo hizo.
La elección de 2006 en México se pareció más a la de EU en 2000 que a la mexicana de 1988. Así lo expresa Vicente Fox: “(En 2000) Hubo algo irónico: a petición nuestra, Estados Unidos había enviado observadores para proteger el proceso electoral en México, pero donde habrían sido más útiles, ese año, fue en Florida… Mientras observábamos por la CNN pasar 36 días de suspenso en Florida, con los jueces dictaminando las boletas en busca de falsificaciones; nunca soñamos que mi propia presidencia terminaría con una competencia similarmente reñida en 2006” (La revolución de la esperanza, 2007). Pues nadie lo hubiera creído entonces, hasta que, más tarde, Fox empezó a mostrar el cobre. Pero como nuestro intento democrático es muy reciente, hay mayor proclividad que en las democracias sólidas a convocar movilizaciones y protestas callejeras (aquí los empresarios normalmente no están detrás de los candidatos de la izquierda). Por ello, los costos políticos de una elección cerrada y dudosa son superiores que en Estados Unidos: una más clara polarización política, mayor radicalismo de los derrotados y menor legitimidad para el gobierno oficialmente ganador. Sin embargo, nos queda también un cierto grado de institucionalidad política, heredada del régimen priista, que reduce los incentivos para convocar a la violencia. Ni Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 ni Andrés López Obrador en 2006, lo hicieron.
Ahora vemos que, en Kenia, una democracia nueva y con instituciones frágiles, una elección igualmente apretada y cuestionada desató la violencia (con cientos de muertes, desorden, destrucción y 250 mil desplazados). La distancia entre el presidente Mwai Kibaki, quien de esta forma se reelige, y el segundo lugar, Raila Odinga, fue de sólo 232 mil votos (la votación sumada de ambos punteros llegó a casi nueve millones de sufragios). La oposición no denuncia un fraude monumental: alega que le fueron robados 300 mil votos, suficientes para modificar el resultado oficial. Pero una extraña mosca le picó al presidente de la Comisión Electoral, Samuel Kivito, pues en lugar de insistir en el pulcro triunfo de Kibaki y recordarle al electorado que “por un voto se gana o se pierde”, como suele ocurrir en estos casos, declaró en cambio: “No sé si Kibaki ganó las elecciones” (3/Ene/08). Su sinceridad afloró a raíz de la violencia. Y, en efecto, las irregularidades (aun no dolosas) son inevitables en Kenia, Estados Unidos o en Suecia, por lo que un resultado cerrado genera automáticamente incertidumbre.
Viene también el caso de Georgia, otra nueva democracia (o más bien con aspiración a serlo, como la nuestra). También ahí el candidato oficialmente perdedor ha denunciado fraude electoral y se resiste a aceptar el veredicto. Eso, pese a que el ganador oficial, el presidente Mijail Saakashvili, que también se reelige, obtuvo 52% del voto y, su más cercano seguidor, Levan Gachechiladze, solamente 25 por ciento. ¿Por qué la protesta? ¿Se trata de un magnofraude al estilo de 1988? No precisamente. El problema es que esto ocurrió en la primera vuelta de un sistema de doble ronda. Si el presidente Saakashvili hubiera obtenido, digamos, 49% del voto, hubiera tenido que pasar a la segunda vuelta, en la que su opositor esperaba atraer el sufragio de los eliminados en la primera. En tal circunstancia, basta un fraude de dos o tres puntos porcentuales (no demasiado), para elevar de 49 a 52% la votación del ganador y frustrar, así, la segunda vuelta. Lo cual nos ilustra que, a diferencia de lo que muchos sostienen, la fórmula de doble vuelta electoral tampoco evita las impugnaciones, las dudas, las protestas y los conflictos poselectorales. Por el contrario, los puede fomentar desde la primera vuelta, como claramente es el caso de Georgia.
Pero que una elección cerrada y con resultado dudoso derive en un grave conflicto político o no depende también de la fortaleza o la fragilidad de las instituciones del presidencialismo en cuestión. La elección estadunidense de 2000 se considera altamente incierta, cuando no fraudulenta. Hubo cinco semanas de incertidumbre que, sin embargo, no afectaron a la economía ni ello provocó disturbios políticos. Y eso no sólo se debe a la civilidad política de Al Gore, sino a la fuerza y el tipo de instituciones estadunidenses, donde la convocatoria a la resistencia (y, peor aún, a la violencia) es mal recompensada. Los patrocinadores del candidato perdedor (generalmente grandes empresarios, más interesados en la estabilidad que en el triunfo de su candidato) son los primeros en rechazar las protestas. Por eso, a Richard Nixon, en 1960, sus patrocinadores le dijeron que aceptara sin chistar el fraude con que ganó John Kennedy, si quería continuar su carrera política. Y así lo hizo.
La elección de 2006 en México se pareció más a la de EU en 2000 que a la mexicana de 1988. Así lo expresa Vicente Fox: “(En 2000) Hubo algo irónico: a petición nuestra, Estados Unidos había enviado observadores para proteger el proceso electoral en México, pero donde habrían sido más útiles, ese año, fue en Florida… Mientras observábamos por la CNN pasar 36 días de suspenso en Florida, con los jueces dictaminando las boletas en busca de falsificaciones; nunca soñamos que mi propia presidencia terminaría con una competencia similarmente reñida en 2006” (La revolución de la esperanza, 2007). Pues nadie lo hubiera creído entonces, hasta que, más tarde, Fox empezó a mostrar el cobre. Pero como nuestro intento democrático es muy reciente, hay mayor proclividad que en las democracias sólidas a convocar movilizaciones y protestas callejeras (aquí los empresarios normalmente no están detrás de los candidatos de la izquierda). Por ello, los costos políticos de una elección cerrada y dudosa son superiores que en Estados Unidos: una más clara polarización política, mayor radicalismo de los derrotados y menor legitimidad para el gobierno oficialmente ganador. Sin embargo, nos queda también un cierto grado de institucionalidad política, heredada del régimen priista, que reduce los incentivos para convocar a la violencia. Ni Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 ni Andrés López Obrador en 2006, lo hicieron.
Ahora vemos que, en Kenia, una democracia nueva y con instituciones frágiles, una elección igualmente apretada y cuestionada desató la violencia (con cientos de muertes, desorden, destrucción y 250 mil desplazados). La distancia entre el presidente Mwai Kibaki, quien de esta forma se reelige, y el segundo lugar, Raila Odinga, fue de sólo 232 mil votos (la votación sumada de ambos punteros llegó a casi nueve millones de sufragios). La oposición no denuncia un fraude monumental: alega que le fueron robados 300 mil votos, suficientes para modificar el resultado oficial. Pero una extraña mosca le picó al presidente de la Comisión Electoral, Samuel Kivito, pues en lugar de insistir en el pulcro triunfo de Kibaki y recordarle al electorado que “por un voto se gana o se pierde”, como suele ocurrir en estos casos, declaró en cambio: “No sé si Kibaki ganó las elecciones” (3/Ene/08). Su sinceridad afloró a raíz de la violencia. Y, en efecto, las irregularidades (aun no dolosas) son inevitables en Kenia, Estados Unidos o en Suecia, por lo que un resultado cerrado genera automáticamente incertidumbre.
Viene también el caso de Georgia, otra nueva democracia (o más bien con aspiración a serlo, como la nuestra). También ahí el candidato oficialmente perdedor ha denunciado fraude electoral y se resiste a aceptar el veredicto. Eso, pese a que el ganador oficial, el presidente Mijail Saakashvili, que también se reelige, obtuvo 52% del voto y, su más cercano seguidor, Levan Gachechiladze, solamente 25 por ciento. ¿Por qué la protesta? ¿Se trata de un magnofraude al estilo de 1988? No precisamente. El problema es que esto ocurrió en la primera vuelta de un sistema de doble ronda. Si el presidente Saakashvili hubiera obtenido, digamos, 49% del voto, hubiera tenido que pasar a la segunda vuelta, en la que su opositor esperaba atraer el sufragio de los eliminados en la primera. En tal circunstancia, basta un fraude de dos o tres puntos porcentuales (no demasiado), para elevar de 49 a 52% la votación del ganador y frustrar, así, la segunda vuelta. Lo cual nos ilustra que, a diferencia de lo que muchos sostienen, la fórmula de doble vuelta electoral tampoco evita las impugnaciones, las dudas, las protestas y los conflictos poselectorales. Por el contrario, los puede fomentar desde la primera vuelta, como claramente es el caso de Georgia.
Kikka Roja