álvaro delgado
Y por eso no hay éxito, porque, sin un empeño auténtico en ese sentido, no hay modo de que el Estado triunfe en la guerra que retóricamente Calderón le declaró al narcotráfico, que ha penetrado ya “hasta el tuétano” la estructura institucional del país, como lo describe, gráfica y dolorosamente, el semanario Proceso en la edición que está en circulación, pero como también lo ha hecho desde hace muchos años, cuando México no estaba en vías de ser considerado un “Estado fallido”. Los expertos dicen que para tener posibilidades de éxito en este empeño se requiere algo más que las capacidades del Ejército y de cuerpos policiacos depurados --y por supuesto de una estrategia integral que no existe--, pero ante todo es preciso que haya una auténtica voluntad política para emprender una “renovación tajante” de la vida nacional, como lo planteaba Daniel Cosío Villegas, en La crisis de México. En ese ensayo, escrito en 1947 y de una vigencia extraordinaria, Cosío Villegas planteaba la “purificación de la vida pública”, es decir, el necesario rescate y dignificación a las instituciones ante los graves problemas surgidos tras el proceso revolucionario.
Si fue válido ese concepto para la etapa posrevolucionara, una vez agotado el modelo, lo es también para la actual, porque ni siquiera quienes forman parte de ellas pueden estar satisfechos del funcionamiento de las instituciones, carcomidas por la brutal corrupción que, en vez de castigarse, se premia. El problema es que no hay ningún elemento que permita atisbar que, en esta hora dolorosa para el país, se produzca un acto de grandeza de quien, de facto, no sólo tiene condición de titular del Ejecutivo, sino de jefe de las instituciones del Estado, como establece la Constitución. Al contrario, en vez de mostrar decoro como autoridad formal, siquiera con el utilitarismo de crecer en las encuestas, Calderón cree que actuando como pendenciero de arrabal podrá conseguir, no el repudio a la criminal agresión en Morelia –nadie, salvo los autores, aplauden tal felonía--, sino el respaldo unánime de una sociedad polarizada por su propia inmoralidad de la campaña. El 16 de septiembre, en un discurso que debió haber pronunciado en Morelia y no en el monumento a la Independencia –no podía esperarse menos si la noche del 15, enterado de la tragedia después del erróneo protocolo del Grito, todavía se tomó fotos con sus invitados en Palacio Nacional--, llamó a la unidad, “unidad que implica --condicionó-- dejar ya a un lado acciones e intereses que buscan dividir a los mexicanos”.
Puede haber sido este condicionamiento un despropósito, producto de la furia y aun del dolor por el atentado, de él y de los redactores de los discursos, pero Calderón sostuvo su reto el miércoles 17, en la sede del PAN, donde dijo que “sin excepción, cortapisa ni regateo” se debía condenar los atentados y “también condenar las acciones que buscan dividir a los mexicanos”. Y, enseguida, exigió “unidad en torno al Estado y a las instituciones que representan a los mexicanos, porque podemos discrepar y opinar distinto y ejercer la libertad que nos brinda el ser una nación democrática por la que luchamos, pero lo que no es válido es dividir y dividir deliberadamente a los mexicanos y sembrar el encono y el odio entre ellos.” Pero si en las palabras confunde criminales con adversarios políticos y sabotea de antemano cualquier posibilidad de entendimiento --en realidad ese es el objetivo--, en los hechos Calderón acredita de manera categórica su pasmo, a pesar del encendido discurso machista contra los cobardes.
Y este es justamente el tema de fondo: La ineptitud para acometer contra quienes, desde las organizaciones del crimen --las que emplean armamento y los que se nutren de información privilegiada--, dañan a la sociedad. Si el gobierno federal juzga complejo capturar a capos de la talla de Joaquín “El Chapo” Guzmán –que mientras siga libre no habrá credibilidad en la sinceridad de la guerra--, entonces que proceda contra quienes han saqueado y siguen saqueando el patrimonio nacional, empezando por su propia casa, en el gobierno federal y en los gobiernos de los estados de su partido. Casos hay muchos: No sólo Fox, su mujer y sus hijastros --que Calderón sabe y tiene pruebas de su corrupción--, ni Juan Camilo Mouriño, el próximo exsecretario de Gobernación, sino personajes de escandalosos robos trasnacionales, como Francisco Gil Díaz --de quien el actual secretario de Hacienda, Agustín Carstens, sabe de la trama para no pagar más de 3 mil 500 millones de dólares de impuestos en la transacción Banamex-Citibank--, la ampliación del aeropuerto de la ciudad de México –que Germán Martínez conoce ampliamente-- o la Megabiblioteca…
Calderón tiene para escoger, pero sólo de ese modo podrá haber un mínimo de credibilidad en el combate a la criminalidad que proclama en sus encendidos y predecibles discursos…
Apuntes
Ese entramado de intereses ajenos a la sociedad que se llama PRD celebró, este fin de semana, su onceavo Congreso Nacional, una de cuyas decisiones fue formalizar lo que, de facto, ya existe: Las alianzas que el sector de los Chuchos ha establecido para unas cosas con el priismo de Manlio Fabio Beltrones y para otras con Felipe Calderón y sus réplicas en los estados. Ahora resulta que, por ejemplo, en Guanajuato, Jalisco, Querétaro y San Luis Potosí se van a aliar con el PRI para enfrentar a los gobernadores de El Yunque. Es de esperarse, entonces, que en otros estados, como Puebla, se aliarán con el PAN, es decir, El Yunque, para enfrentar al PRI. Vaya. El PRD, de una y otra facción, olvida una premisa básica para merecer el respaldo de los ciudadanos: Enarbolar, con eficacia, sus demandas. Por eso Jesús Ortega y su familia apoderada del PRD jamás ha ganado, en casi dos décadas de existencia de ese partido, nada. Y nada es nada: No gobierno, no alcaldías, no diputaciones. Apenas unas regidurías que describen su tamaño…
Comentarios: delgado@proceso.com.mx
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