¿Decadencia sin pasar por el apogeo?
Lorenzo Meyer
7 May. 09
Cuando se supone que apenas está empezando, nuestra supuesta "Edad de Oro" de la democracia ya está declinando
Ciclo
Una visión del proceso político dominante en la Grecia clásica sostenía que una sociedad podía, en condiciones adecuadas, evolucionar de una organización imperfecta del poder a una mejor e incluso alcanzar la perfección -por ejemplo, transitar de la tiranía a la auténtica monarquía, donde la característica era el imperio de la justicia-, pero no podía aspirar a sostenerse ahí. Tarde o temprano, las inevitables contradicciones en su seno se desarrollarían hasta convertirse en factores que llevaran a la decadencia y el ciclo volvería a iniciarse. Y las cosas podían ser peores: algunas sociedades simplemente no podrían siquiera aspirar a disfrutar temporalmente de una "Edad de Oro" política. Estaban tan corrompidas que nunca alcanzarían la cima y siempre vivirían en la mediocridad del llano.
Por lo que toca a los griegos, en la evolución de cualquier arreglo político no había final feliz posible, simplemente habría unos menos malos que otros. La idea de la tragedia permeó toda la visión griega, incluyendo a la política. Y es ahí donde se encuentra el origen de nuestra ciencia política.
Por lo que toca a los griegos, en la evolución de cualquier arreglo político no había final feliz posible, simplemente habría unos menos malos que otros. La idea de la tragedia permeó toda la visión griega, incluyendo a la política. Y es ahí donde se encuentra el origen de nuestra ciencia política.
La cuestión
¿Qué valor real tienen las consideraciones anteriores para nosotros, los mexicanos? Bueno, sin ser científicas, pueden estimular la discusión. ¿Tuvimos alguna vez algo parecido a una "Edad de Oro" política y luego decaímos o simplemente nunca llegamos siquiera a alcanzar una altura digna en nuestro desarrollo institucional?
Alguien puede considerar que ciertas civilizaciones mesoamericanas sí vivieron momentos de grandeza antes de su caída: los mayas, los teotihuacanos, los purépechas, etcétera. Dependiendo de la definición o indicadores que se tomen, no faltará quien encuentre en los tres siglos que duró la Nueva España algún periodo de esplendor. El problema tiene mayor sentido si sólo se considera el tiempo a partir de que México se transformó en Estado independiente y reclamó para sí los privilegios y obligaciones de una nación soberana.
A nadie en su sano juicio se le ocurriría situar un momento de apogeo político en la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, si no se adoptan estándares muy altos y no se toman en cuenta las formas de vida de las mayorías paupérrimas, se puede considerar que la República Restaurada fue un momento de excelencia política. No faltará quien prefiera al Porfiriato maduro como candidato en esa categoría. Habría quien encontrara en el cardenismo -periodo en que el proyecto nacional elaborado desde el gobierno consideró los intereses materiales de la mayoría como el objetivo a lograr y actuó en consecuencia- el mejor momento político mexicano. Entre espíritus más conservadores, la estabilidad autoritaria priista que transcurre entre 1940 y 1968 bien pudiera colmar algunas modestas expectativas de buen gobierno, sobre todo por la ausencia de sorpresas y esa tasa promedio de crecimiento del 6 por ciento del PIB.
A partir de la represión de 1968 y de la crisis económica de 1982, la decadencia del régimen priista es innegable, ya sea que se le mida desde la perspectiva de represión, conflicto social, fraude electoral, falta de consenso de las élites o, sobre todo, de la pérdida de dinamismo de la economía; pérdida que no lograron detener la adopción del modelo neoliberal ni el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos.
Alguien puede considerar que ciertas civilizaciones mesoamericanas sí vivieron momentos de grandeza antes de su caída: los mayas, los teotihuacanos, los purépechas, etcétera. Dependiendo de la definición o indicadores que se tomen, no faltará quien encuentre en los tres siglos que duró la Nueva España algún periodo de esplendor. El problema tiene mayor sentido si sólo se considera el tiempo a partir de que México se transformó en Estado independiente y reclamó para sí los privilegios y obligaciones de una nación soberana.
A nadie en su sano juicio se le ocurriría situar un momento de apogeo político en la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, si no se adoptan estándares muy altos y no se toman en cuenta las formas de vida de las mayorías paupérrimas, se puede considerar que la República Restaurada fue un momento de excelencia política. No faltará quien prefiera al Porfiriato maduro como candidato en esa categoría. Habría quien encontrara en el cardenismo -periodo en que el proyecto nacional elaborado desde el gobierno consideró los intereses materiales de la mayoría como el objetivo a lograr y actuó en consecuencia- el mejor momento político mexicano. Entre espíritus más conservadores, la estabilidad autoritaria priista que transcurre entre 1940 y 1968 bien pudiera colmar algunas modestas expectativas de buen gobierno, sobre todo por la ausencia de sorpresas y esa tasa promedio de crecimiento del 6 por ciento del PIB.
A partir de la represión de 1968 y de la crisis económica de 1982, la decadencia del régimen priista es innegable, ya sea que se le mida desde la perspectiva de represión, conflicto social, fraude electoral, falta de consenso de las élites o, sobre todo, de la pérdida de dinamismo de la economía; pérdida que no lograron detener la adopción del modelo neoliberal ni el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos.
La posibilidad del gran salto cualitativo
En los 1980 se inició en el norte del país un movimiento de insurgencia electoral que en 1988 adquirió carácter nacional y estimuló la imaginación colectiva hasta contagiar de voluntad de cambio a una mayoría. El neozapatismo desde la izquierda, desde la derecha un PAN que parecía genuinamente comprometido con la democracia y un PRD neocardenista que había aguantado el duro embate del salinismo abrieron una brecha en las murallas del autoritarismo y en el 2000 "tomó palacio" un heterogéneo grupo que se decía dispuesto a implantar y consolidar la democracia.
Sin embargo, el cambio, que pudo ser real e histórico, no fue bien encauzado por los responsables y en un abrir y cerrar de ojos la energía generada se disipó. Muy pronto la nueva dirigencia pactó con los representantes del pasado, con los poderes fácticos que habían crecido a la sombra del PRI y de su corrupción. La realidad se pareció cada vez más al pasado y la promesa del cambio muy pronto fue sustituida por la persistencia, la continuidad, de la mediocridad heredada. El fracaso fue tan rápido como rotundo.
Todos los indicadores que usualmente sirven para medir el desarrollo de una sociedad muestran en México estancamiento o franco retroceso: crecimiento económico, calidad de empleo, vigencia de la justicia, seguridad social, calidad de la educación, honestidad en la administración de lo público, seguridad pública, equilibrio en la estructura social, etcétera.
Hoy, la Presidencia ha perdido una buena parte del poder que tenía en el viejo régimen antidemocrático, lo que en principio está bien, pero lo lamentable son dos cosas. Por un lado, la reducción del poder presidencial como consecuencia del fin del autoritarismo debió dar paso al surgimiento en esa institución de un nuevo poder: el de la autoridad moral, el de la legitimidad democrática sin mácula, el del surgimiento de una Presidencia en manos de estadistas. Ni de lejos fue ése el caso.
Por otro lado, la redistribución del poder que verdaderamente se ha dado no ha ofrecido algo realmente mejor de lo que había, sino más bien ha devenido en la reiteración de lo obsoleto, lo corrupto y lo injusto. Así, lo perdido por "Los Pinos" lo han ganado gobernadores al estilo de Mario Marín, Ulises Ruiz y otros de su misma calidad y en estados donde el PRI se mantiene ya por 80 años ininterrumpidos como el partido gobernante. Ese poder también lo ha ganado una Suprema Corte que ha perdido autoridad moral al emitir decisiones como la referente a Atenco, donde señala que en la represión contra los habitantes de ese pueblo en 2006 se violaron los derechos humanos de muchos atenquenses pero al momento de nombrar a los responsables guardó un vergonzoso silencio. Los poderes fácticos, como los monopolios o cuasimonopolios en televisión o telefonía, son más fuertes que nunca y siguen operando con impunidad a pesar de que su mera existencia viola la Constitución y afecta negativamente la economía. Y qué decir de ese gran poder fáctico que es el crimen organizado: en este año un par de revistas internacionales -Forbes y Time- han puesto a El Chapo Guzmán como parte de la élite mundial del dinero (uno de los mil millonarios) y de la influencia (uno de los 100 personajes más significativos del mundo), es decir, en la misma categoría que Carlos Slim, el otro mexicano -y monopolista- notable. Desde luego que los partidos y el Poder Legislativo han pasado de ser casi nada a ser cogobernantes, pero su interés y su capacidad de bien representar los intereses de la soberanía son tan pocos que en todas las encuestas de opinión ocupan los últimos lugares por lo que a respeto y aprecio de la ciudadanía se refiere.
Sin embargo, el cambio, que pudo ser real e histórico, no fue bien encauzado por los responsables y en un abrir y cerrar de ojos la energía generada se disipó. Muy pronto la nueva dirigencia pactó con los representantes del pasado, con los poderes fácticos que habían crecido a la sombra del PRI y de su corrupción. La realidad se pareció cada vez más al pasado y la promesa del cambio muy pronto fue sustituida por la persistencia, la continuidad, de la mediocridad heredada. El fracaso fue tan rápido como rotundo.
Todos los indicadores que usualmente sirven para medir el desarrollo de una sociedad muestran en México estancamiento o franco retroceso: crecimiento económico, calidad de empleo, vigencia de la justicia, seguridad social, calidad de la educación, honestidad en la administración de lo público, seguridad pública, equilibrio en la estructura social, etcétera.
Hoy, la Presidencia ha perdido una buena parte del poder que tenía en el viejo régimen antidemocrático, lo que en principio está bien, pero lo lamentable son dos cosas. Por un lado, la reducción del poder presidencial como consecuencia del fin del autoritarismo debió dar paso al surgimiento en esa institución de un nuevo poder: el de la autoridad moral, el de la legitimidad democrática sin mácula, el del surgimiento de una Presidencia en manos de estadistas. Ni de lejos fue ése el caso.
Por otro lado, la redistribución del poder que verdaderamente se ha dado no ha ofrecido algo realmente mejor de lo que había, sino más bien ha devenido en la reiteración de lo obsoleto, lo corrupto y lo injusto. Así, lo perdido por "Los Pinos" lo han ganado gobernadores al estilo de Mario Marín, Ulises Ruiz y otros de su misma calidad y en estados donde el PRI se mantiene ya por 80 años ininterrumpidos como el partido gobernante. Ese poder también lo ha ganado una Suprema Corte que ha perdido autoridad moral al emitir decisiones como la referente a Atenco, donde señala que en la represión contra los habitantes de ese pueblo en 2006 se violaron los derechos humanos de muchos atenquenses pero al momento de nombrar a los responsables guardó un vergonzoso silencio. Los poderes fácticos, como los monopolios o cuasimonopolios en televisión o telefonía, son más fuertes que nunca y siguen operando con impunidad a pesar de que su mera existencia viola la Constitución y afecta negativamente la economía. Y qué decir de ese gran poder fáctico que es el crimen organizado: en este año un par de revistas internacionales -Forbes y Time- han puesto a El Chapo Guzmán como parte de la élite mundial del dinero (uno de los mil millonarios) y de la influencia (uno de los 100 personajes más significativos del mundo), es decir, en la misma categoría que Carlos Slim, el otro mexicano -y monopolista- notable. Desde luego que los partidos y el Poder Legislativo han pasado de ser casi nada a ser cogobernantes, pero su interés y su capacidad de bien representar los intereses de la soberanía son tan pocos que en todas las encuestas de opinión ocupan los últimos lugares por lo que a respeto y aprecio de la ciudadanía se refiere.
El túnel aquí está, pero ¿y la luz?
La encuesta de opinión pública de Mitofsky (sobre economía, gobierno y política) -la que se llevó a cabo en marzo y que aún no registra los efectos de la emergencia nacional provocada por la aparición del virus H1N1- es una buena radiografía de la forma y hondura del túnel en que estamos metidos como sociedad nacional. Mientras el 46.1 por ciento de los encuestados consideró que el país marchaba por el camino correcto un número ligeramente superior -el 47.1 por ciento- suponía lo contrario: que iba por el camino equivocado. El 72.8 por ciento consideró que la situación política en México había empeorado y únicamente el 19.5 por ciento la vio mejor. En fin, que para la mayoría relativa -el 40.9 por ciento- el principal problema era el económico seguido, pero de lejos, por el de la inseguridad (20.3 por ciento), y no era optimista al respecto de la situación económica, pues 68.5 por ciento suponía que en el futuro inmediato las cosas se pondrán peor: simplemente no veía la luz al final del túnel. Y tienen razón, el PIB mexicano va a ser negativo este año. Va a caer en 4 por ciento y algún economista teme que la disminución pueda ser como en 1995: del 7 por ciento. Y los expertos nos dicen que esta vez no podremos esperar que el resto del mundo nos empuje hacia arriba pues la recuperación económica mundial va a tomar tiempo, años quizá (The Economist, abril 25 a 1o. de mayo).
Para coronar esta nada positiva perspectiva, las últimas encuestas nos dicen que en la medida en que los ciudadanos piensan votar en las próximas elecciones, la mayoría lo hará por el PRI. Pareciera ser entonces que en materia política, el futuro de México es un tipo de vuelta al pasado, a la decadencia sin haber experimentado el apogeo.
kikka-roja.blogspot.com/
Para coronar esta nada positiva perspectiva, las últimas encuestas nos dicen que en la medida en que los ciudadanos piensan votar en las próximas elecciones, la mayoría lo hará por el PRI. Pareciera ser entonces que en materia política, el futuro de México es un tipo de vuelta al pasado, a la decadencia sin haber experimentado el apogeo.