- En geopolítica, como en física, no hay acción sin reacción; EU es amenazado porque amenaza
- Gore Vidal dice no temer a la muerte: para mí el infierno es el actual Estados Unidos
- Johann Hari
The Independent/ II y últimaII. Una historia de amor interrumpida
Cuando Gore Vidal tenía 14 años, un chico llamado Jimmy Trimble se mudó a su dormitorio en el internado de Washington donde estudiaba. Era un atleta rubio y desarrollado; Vidal era un intelectual devorador de libros. Su sudor olía a miel, como el de Alejandro Magno, escribió años después, en Palimpsest, sus memorias. Se desearon y tal vez se enamoraron, y tuvieron sexo en el bosque, en el extremo del campus. Fue la primera felicidad humana que encontré en la vida, escribió Vidal. Veía a Trimble como su otra mirad, la persona que por fin lo completaba. Luego Trimble, a la edad de 19 años, fue volado en pedazos por una granada de mano en las playas de Iwo Jima.
Durante años, Vidal temblaba cada vez que pensaba en él. Creo que aún le ocurre: sus ojos se vuelven distantes y un poco húmedos cuando hablamos de él. Escribió una novela –The City and the Pillar (hay traducción española con el título La ciudad y el pilar de sal)–, imaginando lo que habría ocurrido si hubieran vuelto a encontrarse después de la guerra. Es un libro oscuro y amargo; el sexo es un fracaso y uno de los personajes mata al otro. Pero en el Estados Unidos de 1950, mostrar a dos típicos jóvenes estadunidenses –varoniles, seguros de sí mismos– teniendo sexo era un acto de audacia insensata. Fue boicoteado por la prensa respetable y cualquier esperanza de que ocupara un cargo de elección popular se desvaneció, pero el libro fue un best-seller.
Vidal concluyó que jamás volvería a encontrar lo que perdió con Jimmy. Sería codicia esperar una repetición. Estaba consciente de que tuve una suerte perfecta por una vez, y lo dejé así. Dice que cuando llegó a los 25 había tenido sexo con más de mil jóvenes anónimos. A ninguno lo vio dos veces; jamás fingió afecto alguno. Era lo que llamaban comercio: no hacía nada (al menos deliberadamente) para complacerlos. Obtenía placer; eso era todo. Cuando me volví demasiado viejo, pagué con gusto por obtenerlo. Tras la muerte de Trimble, parece haberse cauterizado emocionalmente. Hasta sus amigos más cercanos han dicho que en el centro de su carácter hay un aislamiento. Alguna vez dijo: He conocido mucha gente, pero parece que no he conocido a nadie.
Vidal siempre se ha resistido a ser un campeón de la causa gay. Nunca dije ser gay, porque no creo que nadie lo sea. Dice que esas restricciones le parecen aburridas. En los siglos del éxito militar y político de Roma, no había diferenciación entre los que buscaban a su mismo sexo y los que buscaban al otro; también había muchos cruces de un lado a otro. De los primeros 12 emperadores romanos, sólo uno era exclusivamente homosexual. Pese a todo el escándalo, señala, hoy día hay mucha sodomía en Estados Unidos. ¿Vio cuando Kadafi se quejó en la ONU de que soldados estadunidenses sodomizaban a muchachos árabes? Yo pensé, bueno, así ha ocurrido desde el principio de la república. En aquel tiempo culpaban de la sodomía a los grandes bosques; decían que los ponían cachondos. No había otra cosa que hacer que perseguir muchachos, decían.
Entonces, ¿la homosexualidad y la heterosexualidad son ficciones? Sí, desde luego. Luego adopta un tono de campamento de verano y agrega: Pero hace feliz a muchas chicas. ¿Por qué tantas personas creen que lo son, si es falso? Creen en Jesús, que es una ficción mucho más grande y en la que se gasta mucho más dinero. También ropas más bonitas.
Cuando tenía 25 años, Vidal conoció a un joven menor que él llamado Howard Austen, y acordaron vivir juntos, con una condición: nunca tendrían sexo ni se pondrían románticos en ninguna forma. Estuvieron juntos 50 años. Austen murió en 2008 en un hospital de Hollywood Hills. Tenía cáncer de pulmón, pero no dejaba de fumar; luego se le fue al cerebro y le dio cáncer cerebral. Eso es lo que ocurrió, relata. Una vez, en un ensayo, incluyó una cita en la que el crítico Edmund Wilson hablaba de su esposa: Después que murió, la amé. ¿Podría él decir lo mismo de Howard? Finge no oír. “Ahora soy un guiñapo. No puedo caminar. Como sabe, tengo una rodilla de titanio –se da un golpecito en la pierna–. Necesito hospitales.” Y desvía la mirada, un poco tímido, un poco distraído, como si pensara en otra cosa.
III. Aislamiento
Desde que tenía poco más de 20 años, Vidal era un escritor que batía récords de ventas, y rico. Alquiló una propiedad en Guatemala –lejos de su madre– y se instaló allí a escribir su siguiente novela. Pero en ese pequeño país tropical de Centroamérica descubrió que tendría que hacer una dramática revaloración del país por el cual acababa de combatir, y rescatar del tiradero de la historia la filosofía abandonada de su abuelo.
Poco antes de que Vidal llegara, el pueblo guatemalteco, hundido en la pobreza, había elegido a un presidente izquierdista llamado Jacobo Árbenz Guzmán. Los guatemaltecos querían que impusiera un salario mínimo y cobrara impuestos a la megacorporación estadunidense United Fruit Company, la cual dominaba la única industria del país, el cultivo del banano. Enfurecida, la empresa actuó para preservar sus utilidades… haciendo que Washington derrocara a Árbenz e instalara a un dictador. La frase república bananera entró en el idioma.
“Estaba atónito –recuerda Vidal–. Tenía vagas nociones de nuestras numerosas intervenciones pasadas en Centroamérica, pero eso era el pasado.” Descubrió que el senador Henry Cabot Lodge encabezaba la embestida y no lo creía. Lodge era amigo de la familia. Cuando yo era muchacho hablaba de poesía con él. Entonces cayó en cuenta de que había combatido por un imperio, no una república. Su abuelo tenía razón: las guerras sólo sirven a las elites.
Pronto se volvió el principal crítico de izquierda de la política exterior estadunidense. Advirtió contra todas las guerras, desde Vietnam hasta Irak, a menudo con extraordinaria premonición. En la cúspide de la popularidad de George W Bush, luego del 11-S, manifestó: Marquen mis palabras: cuando salga del cargo será el presidente más impopular de la historia. Sus ensayos en la materia son gigantescas llamaradas de rabia y verdad. Su horror a la política exterior estadunidense se puede resumir en una pequeña escena: en la década de 1980, la Capilla Sixtina estaba en restauración y algunas celebridades fueron invitadas a mirarla desde una plataforma elevada. Al descubrir al viejo asesino serial Henry Kissinger inspeccionando la sección referente al infierno, comentó: Miren, está buscando departamento.
Vidal comenzó a predicar el evangelio aislacionista de su abuelo. “Soy un patriota de la vieja república que se fue borrando poco a poco durante los años de expansionismo y que desapareció por completo en 1950, desplazada por el Estado de Seguridad Nacional –expresa–. Quiero que pasemos de una economía de guerra a una de paz, y que restauremos la constitución. Debemos dejar en paz al mundo, antes que el mundo nos obligue.”
La única razón por la que Estados Unidos es amenazado, afirma, es porque amenaza a otros. “En geopolítica, como en física, no hay acción sin reacción –agita su escocés y añade–: No hubo un 11-S. Quiero decir, nuestras políticas eran tales, que forzosamente tenía que haber en el mundo árabe un montón de gente enloquecida queriendo volarnos en pedazos por los crímenes que sentían que cometíamos contra ella. Cualquier tonto lo hubiera visto venir. Y yo soy lo bastante tonto para haberlo visto.”
Considera que su trabajo es expresar lo obvio inaceptable, y que siempre está listo a poner el otro puño. Le digo que si bien muchas de sus críticas a la política exterior estadunidense son justas, mantener prístino su aislacionismo es ir más allá de la verdad. Da a entender que todos los ataques al poderío estadunidense han sido provocados y por tanto justificados, cuando algunos no lo fueron. Me mira con frialdad. “Bien… nómbreme uno”, dice. Pearl Harbor, respondo. Si Estados Unidos puede ser un imperio expansionista, también otras naciones lo han sido. El imperio japonés atacó a Estados Unidos tal como los expansionistas estadunidenses atacaron Guatemala, Vietnam y otras naciones. Fue una agresión no provocada.
Su rostro se contrae en una mueca. “¡Roosevelt se encargó de meternos en esa guerra! –responde–. Molestó a los japoneses hasta que tuvieron que atacarnos, y lo hicieron en Pearl Harbor… Olvidamos por conveniencia, porque no enseñamos historia estadunidense a nadie, pero él envió un ultimátum a los japoneses exigiéndoles salir de China, la cual ellos llevaban años tratando de conquistar. Les leyó la cartilla diciéndoles que tenían que renunciar al imperio de su orgullosa nación. Y ellos lo mandaron a la chingada. Y lo siguiente que supimos de ellos es que avanzaban sobre Pearl Harbor.”
No es así como lo relatan la mayoría de los historiadores, pero le propongo otro ejemplo aún más polémico. Vidal dice que la Unión Soviética sólo reaccionó ante el poderío estadunidense, y que si cometió atrocidades e invasiones fue porque Estados Unidos la acicateaba. ¿Será cierto? ¿Acaso los soviéticos no fueron crueles por cuenta propia, como Estados Unidos lo fue a veces? Tenían todo un continente para jugar y no necesitaban más espacio, contesta. Vuelvo al 11-S. Cierto, en parte fue una respuesta a los crímenes estadunidenses en Medio Oriente, pero él va mucho más allá: sostiene que el gobierno de Bush probablemente estaba en la conjura. ¿Dónde están las pruebas de semejante acusación? Les venía muy bien, así que no puede culparnos a los demás por comenzar a pensar en términos un tanto conspiratorios. Se robaron la gran elección del año 2000 y luego arreglaron la Suprema Corte de Estados Unidos, ese lugar sagrado, para que secundara la selección, no la elección, de George W. Bush como presidente. No fue elegido, el pueblo no lo quería. Y si acabó en ese cargo fue por una maquinación.
Pero hubo un ataque anterior a Estados Unidos del que ahora quiere hablar, el cual fue perpetrado, dice, por un hombre sensato y noble.
IV. Un muchacho noble
El 15 de abril de 1995, un ex soldado estadunidense llamado Timothy McVeigh plantó una bomba masiva en un camión, fuera de un edificio gubernamental en la ciudad de Oklahoma, en el corazón del estado del abuelo de Vidal. Murieron unas 168 personas, entre ellas todos los alumnos de un jardín de niños. McVeigh escribió a Vidal, diciéndole que había sido motivado en parte por sus libros. Le dijo que creía que la constitución estadunidense había sido usurpada por un Estado de Seguridad Nacional que se impuso por la fuerza. Vidal le contestó, y se hicieron amigos. El escritor comenzó a hacer apasionadas defensas públicas del autor del bombazo. Decía que no estaba loco, sino demasiado cuerdo para su lugar y su tiempo.
“Estudiaba con dedicación la vía estadunidense, la constitución –señala–. Debería usted leer sus escritos, son muy buenos. En particular en lo referente a la ley Posse Comitatus de 1876, que prohíbe al gobierno estadunidense usar las fuerzas armadas contra su propio pueblo, lo cual, sin embargo, fue lo que hizo el gobierno en Waco [complejo usado por un culto religioso que fue atacado por tropas federales en 1993]. Mataron más personas de las que él mató cuando voló ese edificio en la ciudad de Oklahoma. Era un muchacho noble.”
¿Noble? ¿El hombre que coqueteó con grupos milicianos de extrema derecha y que voló en pedazos a todos esos niños? Vidal vuelve a fruncir el ceño y sisea: “¡No los mató a propósito! ¡En cambio el gobierno mató a propósito a esos hombres, mujeres y niños en Waco! Fue un gesto contra ese gobierno al que detestaba. Me juró que no tenía idea de que esos chicos estaban allí. Me dijo: ‘¿cómo iba yo a saber? Pasé por ahí una vez y sabía que había una especie de comedor, que podría haber familias allí o no’, y no estaba contando cuántas víctimas habría. Trataba de decirle al gobierno: ‘Mira, has cometido este acto arbitrario, contrario a la Ley Posse Comitatus, contrario al derecho estadunidense, has asesinado a ciudadanos estadunidenses’. Recuerde: era un soldado y le encantaba serlo; anhelaba volver al ejército y el ejército anhelaba tenerlo de vuelta: era el mejor francotirador que había tenido en años. Pero no sería así.”
Pero McVeigh sabía que iba a dar muerte a decenas de personas inocentes: ésa es la cuestión. ¿No es una muestra de fría indiferencia hacia la vida humana? “¡Lo mismo se puede decir de Patton, de Eisenhower! –responde, molesto–. Todo el mundo se vuelve indiferente hacia ella una vez que se mete en una guerra. ¡Para él era una guerra en defensa de la constitución! ¿Sabe lo que dijo? Claro que no, pero yo se lo voy a decir. Al juez que lo procesó le parecía simpático; le llamaba la atención que ese chico tan comunicativo, que escribía toneladas de textos para la prensa, no hubiera dicho nada en su defensa. Así que le preguntó: ‘Señor Veigh, ¿podríamos oír algo más de usted?’ Y él contestó: ‘Bueno, su señoría, basaré mi defensa en el juez Brandeis, uno de nuestros juristas más brillantes. Él dijo que cuando el gobierno deja de guiar con el ejemplo y de hecho pone el mal ejemplo, cualquier cosa puede ocurrir. El gobierno es el último maestro. Todo lo que hice lo aprendí del gobierno’.”
¿Cuándo le pasó esto a Gore Vidal? ¿En qué momento pasó de su vehemente y justa oposición a las atrocidades cometidas por su gobierno a justificar cualquier atrocidad cometida contra él, por extrema que fuese? Cuando le pregunto, el ceño fruncido se vuelve una mueca mordaz: me dice que soy un ignorante y que está claro que no he leído nada. Resuelvo intentar un enfoque diferente. Le pregunto: si hubiera más personas como McVeigh, ¿sería bueno? Su arrogancia se resquebraja un poco. “Me parece una perfecta pesadilla –contesta–. Claro que no quiero más personas como McVeigh. Como los estadunidenses se niegan a pensar, porque, según sospecho, son incapaces de hacerlo, no van a llegar más que a conclusiones erróneas.” No entiendo. Vuelvo a insistir. Está poniendo a prueba mi paciencia, dice, y con una larga mirada me reta a cambiar de tema.
V. Pálida luna
Vidal es uno de los últimos intelectuales estadunidenses de su generación que quedan vivos. Le pregunto sobre algunos de sus rivales que murieron en fechas recientes –John Updike, William Buckley, Norman Mailer– y me interrumpe. Updike no era nada. Buckley era una nada con gusto por la publicidad. Mailer era un publicista fallido, pero al menos de cuando en cuando daba signos de tener un cerebro funcional. Luego ríe para sí. “Durante toda su vida usó la palabra ‘existencial’, y jamás aprendió lo que significaba. Una vez en una cena escuché a Iris Murdoch explicarle a Mailer lo que existencial significaba en términos filosóficos. Estaba pasmado.”
Hay en Vidal una vulnerabilidad que no existía hace ocho años. Antes me daba la impresión de que lanzaba mis preguntas al Monte Olimpo: él dirigía la entrevista desde arriba y más allá de mí, indiferente a cualquier cosa que yo dijera. Ahora, cuando río de sus bromas, se ve complacido y ríe también. Cuando discutimos se le nota en verdad desconcertado, herido y molesto. Vuelve a las aguas más tranquilas de sus recuerdos, y remamos juntos en sus anécdotas de los Kennedy. Asegura que Jackie estaba enamorada en secreto de Bobby. El escritor solía llamar a Jack presidente erecto. Una vez Jack tuvo sexo con una amiga actriz en un baño, y de pronto le sumergió la cabeza con violencia para que tuviera un orgasmo vaginal y él se viniera también. Ella lo odia todavía, refiere. Pero cuando le pregunto qué opinión tenía del finado Ted Kennedy como persona, replica: ¿A quién le importa cómo son como personas? Todo es espectáculo.
Tuvo que abandonar su segundo hogar en las montañas de Italia y dice que lo echa de menos. “Italia es un país tan civilizado, tan diferente de Estados Unidos…” Pero, ¿es tan grande la distancia? ¿Silvio Berlusconi es mejor que Barack Obama? “¿A quién le importa eso? –espeta de nuevo–. A usted le preocupa el espectáculo. A mí no me interesa quién está diciendo chistes en la televisión nocturna.”
Vidal parece agotado y solo, viendo pasar sus días en Hollywood Hills. Después de una vida de asombrosa plenitud –he probado de todo, salvo el incesto y el baile folclórico, dice–, no tiene más libros en gestación. Vino a Londres a recibir aplausos en escena por la narración grabada de la nueva producción de Mother Courage, de Bertolt Brecht, en el Teatro Nacional, pero todos sus viejos amigos londinenses –Tynan, Tom Driberg, la princesa Margarita– han muerto. Le pregunto qué es para él estar aquí y contesta: Esto no es un país: es un portaviones estadunidense. Comienza a hablar de nuevo de sus viejos amigos. Ahora nada entre fantasmas, de Jimmy Trimble a Jack Kennedy y a su propia madre alcohólica. Conforme declina, anuncia que todo lo que lo rodea declina también: Estados Unidos, la cultura, la humanidad misma.
En un ensayo, Vidal comentó que el escritor William Dean Howells, que llegó a 84 años, vivió demasiado. Citó una línea que Howells escribió a Henry James: Soy algo comparable a un culto muerto, con mis estatuas derribadas y la hierba creciendo encima de mí a la luz de una pálida luna. ¿Siente Vidal algo parecido acerca de sí mismo? Lo miro y no me atrevo a preguntar. Me dice que no teme a la muerte. Soy el estadunidense menos primitivo que va usted a encontrar, y hay que ser bastante primitivo para creer en el infierno. Para mí el infierno es el actual Estados Unidos.
Luego de dos horas, su cuidador –un guapo muchacho francés de cabello largo que ha estado leyendo a Céline en un rincón del bar del hotel– indica que nuestro tiempo ha terminado. Le digo a Vidal que espero entrevistarlo dentro de otros ocho años. ¿Otros ocho años? ¡Ah, la monotonía!, exclama mientras se lo llevan. Lo último que le oigo decir es una maldición a su cuidador. ¡Todavía hace mucho pinche frío aquí!
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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- El imperio se derrumbará; Obama, un fracaso, dice el escritor
- EU sufrirá un colapso militar en Afganistán, vaticina Gore Vidal
Foto
Imagen tomada al intelectual en La Habana en 2006Foto Juvenal Balan
Johann Hari
The Independent/IA los 84 años de edad, el escritor y activista está confinado a una silla de ruedas, pero su rabia –contra su país, sus líderes y sus ciudadanos– arde con el furor de siempre.
En ruso, la frase gore vidal significa ha visto penas. Al observar cómo acercan a Gore Vidal en silla de ruedas al lugar donde lo espero, en el vacío vestíbulo de un hotel de Londres, por primera vez me parece una traducción apropiada. En los ocho años transcurridos desde que lo vi por última vez, perdió a quien fue su pareja durante 50 años, a la mayoría de sus amigos y enemigos, y el uso de las piernas. El hombre que encontré en esa ocasión –irradiando brillantez, derramando sarcasmos como confetis– ha perdido vigor. Su piel se ha apergaminado, pero los famosos pómulos conservan su dureza. “Hace frío aquí –dice, a modo de introducción–. Mucho pinche frío.”
Gore Vidal no sólo se lamenta por la muerte de quienes lo rodeaban y por su decaimiento, sino por su patria. A los 83 años, ha vivido la tercera parte de la existencia de Estados Unidos. Si alguien encarna el siglo estadunidense que terminó, es él. Fue el más grande ensayista de su país, uno de los novelistas de mayor éxito y el alma de todas las fiestas. Vacacionó con los Kennedy, recorrió las calles en busca de galanes con Tennessee Williams, Eleanor Roosevelt lo instó a postularse para el Congreso, fue coguionista de algunos de los filmes más icónicos de Hollywood, condenó la política exterior de su país, demandó a Truman Capote, fue felado por Jack Kerouac, observó a su primo Al Gore ser electo presidente y perder de todos modos la Casa Blanca y –como extraño final– fue amigo y defensor del autor de los bombazos de Oklahoma, Timothy McVeigh.
Y sin embargo ahora, dice, está claro que el experimento estadunidense ha sido un fracaso. Fue todo para nada. Pronto el país ocupará un lugar entre Brasil y Argentina, que es el que le corresponde. El imperio sufrirá un colapso militar en Afganistán, la nación se derrumbará en lo interno cuando Obama sea destruido por el manicomio y los chinos se presenten a cobrar lo que les deben. Un Estados Unidos en ruinas será entonces la carga del hombre amarillo, y los chinos nos pondrán a jalar corriendo sus carritos o cualquier medio de transporte que tengan.
Lo acercan a la barra y le sirven un escocés. “Yo estaba igual que todos cuando Obama fue electo: optimista. Todo lo que habíamos dicho de la integración racial quedaba reivindicado –dice–, pero es un incompetente. Será derrotado en la relección. Es una pena porque es el primer presidente intelectual que hemos tenido en años, pero no sabe enfrentar las cosas. No se lo propone. Está abrumado. ¿Y quién no? Estados Unidos es un manicomio. Deberían encerrarnos a todos… y ahora nos están echando afuera. Ya nada tiene sentido”. El presidente quiere agradar a todos, y creía que para eso bastaba con hablar con la razón. Pero recuerden: el Partido Republicano no es un partido. Es un estado mental, como la Juventud Hitleriana. Está lleno de odio. No es posible subir al barco a los republicanos. No hay ni que intentarlo. La única forma de lidiar con ellos es aterrarlos. Obama es demasiado delicado para eso.
Menea la cabeza al comparar a Obama con su viejo amigo Jack Kennedy. Es dos veces más intelectual que Jack, pero Jack conocía el gran mundo. Recuerden que pasó mucho tiempo en la armada, perdiendo barcos. Este muchacho [Obama] jamás ha oído un arma disparada con rabia. Los generales lo toman por sorpresa, le dicen mentiras y él las cree. No ha hecho nada. Si uno se enfrenta a un gran problema de química, encontrar el gas perfecto, gasear una población, pasará mucho tiempo sin saber si funcionará: tiene que guiarse por lo que otros digan. Así es Obama. No está preparado para el primer plano y está recibiendo demasiada atención todo el tiempo.
¿Hay esperanza? “Todos los signos que veo son de condena. Pero la gente me dice –adopta una voz chillona, nasal–: ‘ay, señor Vidal, es usted muy negativo. ¿No puede decir algo bueno de Estados Unidos? Es un país maravilloso; todos quieren vivir aquí’. ¿De veras? ¿Cuándo fue la última vez que vio a un noruego con su tarjeta verde que quisiera venir aquí atraído por la atención a la salud? Le pago si encuentra uno.”
Pero –agrega, animándose de pronto–, hay una buena noticia. Afganistán será el fin del imperio estadunidense, sí. Es una manera alegre de verlo. Pronto dejaremos de jugar al imperio. Pero ya es demasiado tarde para el país y para la Constitución. Alza la copa y sonríe con ironía. Por una república mejor, brinda, y la bebe de un trago.
I. La muerte de Estados UnidosVidal dice que cuando nació le predijeron que Estados Unidos moriría entre espasmos, como ocurre ahora, y que eso sólo se puede entender remontándose a ese tiempo. Su misión ha sido explicar el pasado a Estados Unidos de Amnesia, mediante sus novelas y ensayos. Cuando habla, recorre dos milenios de historia –de Julio César a Obama– como si estuviera allí, salpicando sarcasmos desde una fila trasera. Hoy se ha detenido en Filadelfia, en el nacimiento de la república. “Benjamin Franklin vio venir todo esto –afirma–. Lo cito porque la mayoría de los estadunidenses de ahora ni siquiera saben quién era. Tendrá que explicarles a sus lectores.” Fue escritor, científico y soldado y uno de los padres fundadores de Estados Unidos. “En Filadelfia, en 1781, cuando se redactaba la Constitución, fungió como observador. No quería tomar parte, y cuando salió del Salón de la Constitución en Filadelfia unas ancianas le preguntaron: ‘Ay, señor Franklin, ¿qué va a pasar ahora?’ Él les contestó: ‘Bueno, tendrán una república, si pueden conservarla. Pero todas las constituciones como ésta han fallado desde el principio de los tiempos, por causa de la corrupción de la gente’.”
–Entonces, ¿los estadunidenses son corruptos? ¿No eran lo bastante buenos para la nación?
–Precisamente. Sólo eran buenos para ser una potencia colonial insubordinada o las heces de una.
La vida política de Vidal empezó allí… casi. Nació en la Academia Militar de West Point, en el seno de una familia pudiente de la cúspide del poderío estadunidense. Su abuelo fue Thomas Pryor Gore, senador por Oklahoma. El político era ciego, así que desde que tenía cinco años Gore le leía cartas y libros y lo guiaba discretamente por las reuniones de Washington DC. El senador era un populista que pugnaba por azuzar a la gente contra el poder concentrado de Wall Street y los grandes banqueros. Representaba a los algodoneros, que perdieron en la guerra civil sólo para ser aniquilados por los financieros de Wall Street que jugaban a la ruleta con el precio global del algodón. Sin embargo, siempre hubo una contradicción en su vida: Mi abuelo no soportaba a los ciudadanos de su estado. Y ellos lo adoraban por eso. A ver, explíquese eso.
Un populista que no tenía fe en el populacho… lo que su nieto llegaría a ser. Gore Vidal comparte la creencia populista de que la gente es maltratada por los ricos, pero le parece que la población es tan cretina y está tan drogada por la televisión y la comida rápida que no se percata de ello. Siempre hay que tener la esperanza de que de algún modo misterioso se llegue a educar a la gente. Bueno, ése es el vínculo. Pero la gente no sabe nada. Cuando nos volvimos un imperio, dejamos de ensenar geografía en las escuelas para que nadie supiera dónde quedaba ninguna parte. No es culpa de las personas: las han pervertido con formas imperiales de pensar para que sean trabajadores dóciles y fieles consumidores. Ése era el sueño y se ha vuelto realidad.
De niño, a Vidal le encantaba pasar tiempo con su abuelo el senador; una de las principales razones es porque así podía escapar un tiempo de su madre alcohólica, Nina. Cuando le menciono el tema adopta de nuevo el quejido nasal de un entrevistador imaginario y dice: “Ay, señor Vidal, su pobre madre no debió de ser tan mala como usted dice [en sus memorias].’ No, era mucho peor. No me meto con las mamás de otros, pero la mía tenía mucho que atacar.”
Nina estaba ebria constantemente, y cuando no estaba agrediéndolo o amenazando con suicidarse le contaba sórdidos detalles de su vida en una obsesiva y furiosa perorata. Cuando él tenía 10 años me contó que el coraje le causaba orgasmos. No le pregunté si le pasaba lo mismo con el sexo. Cuando Gore apareció en la portada de Time, años después, ella escribió una larga carta a la revista para desacreditarlo. La revista la publicó con el título: Amor de madre. Vidal parece haber heredado de ella su sardónica amargura. Cuando le preguntaron a Nina por qué no se había casado por cuarta vez, respondió: Mi primer marido tenía tres bolas, el segundo dos y el tercero una. Hasta yo sé cuándo es mejor no presionar a la suerte.
¿Piensa Vidal en ella a menudo? No, responde, con mirada de hielo. Después de todos estos años, ¿llega a sentir alguna compasión por ella? No. El hielo se vuelve un glaciar. ¿Al menos cree que ella formó su personalidad? El crítico teatral Kenneth Tynan, viejo amigo de Gore, escribió en su diario: “Qué soberbia e impenetrable armadura lleva puesta, como corresponde a alguien cuya vida es una batalla permanente por la supremacía (social e intelectual)… Gore jamás podría rendirse (es decir, exponerse) ante nadie”. ¿Acaso la crueldad de su madre explica que a lo largo de su vida haya echado de su lado cuanto lo ha rodeado, sus constantes pinchazos? Tan pronto pregunto esto me doy cuenta de cuánto ha cambiado Vidal desde la última vez que lo vi. En ese tiempo habría respondido con una desdeñosa ironía, o reafirmado su supremacía con una cita en griego clásico. Ahora parece un poco herido –sus ojos brillan con tristeza– y responde: “Bueno… es lo último que me gustaría creer”. Y queda en silencio. De pronto me siento majadero y cruel.
Su abuelo se enfurecía de que Franklin Roosevelt arrastrara al país a una guerra innecesaria –así la consideraba– contra Alemania y Japón. Se oponía a todas las guerras contra potencias extranjeras, pues en su concepto eran promovidas por las grandes empresas para servir a sus intereses. Creía que ninguna guerra en el extranjero valía la vida de un estadunidense, recuerda Vidal, con orgullo. Pero por esa razón –y por su oposición al Nuevo Trato– perdió su escaño en el Senado. Como un pequeño acto de venganza, Vidal dice que nunca ha puesto el pie en Oklahoma.
Se alistó en el ejército a los 17 años, feliz de escapar de su madre. Pasó la guerra asignado en Italia y, tres años en Alaska. No le sorprende que ese infierno helado haya producido a Sarah Palin, el ídolo más reciente en el largo culto estadunidense a la estupidez. Alaska fue el lugar adonde todos los rufianes del país se fueron a esconder. Y ellos produjeron a Palin.
Hoy se da cuenta, agrega, de que fue parte de un ejército enviado a construir un imperio global por el César Augusto de Estados Unidos, Roosevelt. El viejo Estados Unidos fue remplazado por un pulpo militar con un brazo de metal en cada continente, y en lugar de la vieja Constitución se instaló un “Estado de seguridad nacional. No me hubiera alistado si hubiera sabido adónde nos llevaría –señala–. Pero allí estaba: terminamos la guerra como un imperio y azotamos la puerta. Y luego jodimos todo”.
Salió del ejército sin un centavo. Mi padre y mi abuelo, como hombres que crecieron por esfuerzo propio, no iban a hacerme la vida. Yo lo sabía, relata. Así pues, se sentó a escribir una novela sobre la guerra, titulada Williwaw. A la edad de 20 años se halló convertido de pronto en un ácido escritor realista de gran éxito. Se le encomió como un soldado valiente, y su abuelo habló de sentarlo en el Congreso, pero él quería escribir una novela más audaz, basada en la única persona que había amado. Esa novela acabó con cualquier esperanza de una carrera política para él, pero lo convirtió en figura decisiva en la vida estadunidense.
Traducción: Jorge Anaya
kikka-roja.blogspot.com/