El segundo Informe de gobierno de Felipe Calderón, entregado anteayer al Congreso de la Unión en el inicio del periodo ordinario de sesiones, refleja, a pesar de la tradicional enumeración de “logros” y el tono triunfalista característicos del género, circunstancias alarmantes en todos los rubros, principalmente en los ámbitos económico, social, administrativo y de seguridad pública.
Ciertamente, el fracaso más visible del calderonismo se manifiesta en el último de esos terrenos, y ello ha dado pie a una indignación ciudadana justificada y comprensible, pero que no logra percibir la relación de causalidad entre el auge exasperante de la delincuencia y los desastres sociales y económicos causados por gobiernos anteriores y profundizados y agravados por el presente.
Sin ignorar que el auge de la delincuencia es, parcialmente, producto de los errores cometidos por la autoridad al combatirla, sería ilógico que el incremento del desempleo, la desigualdad, la pobreza, la marginación, la desarticulación social y las carencias de educación y de salud no se hubieran traducido en un deterioro tan grave de la seguridad pública como el que ha tenido lugar en lo que va de la administración en curso.
El país padece los estragos del estancamiento económico, acompañado de un ascenso en las tasas de desempleo y una inflación galopante que se complementa con una contención salarial implacable. Desde el poder público se persiste en el empeño de eliminar las conquistas sindicales y sociales y desbaratar los sistemas de seguridad social, y la enseñanza pública, devastada por décadas de restricciones presupuestales, ha sido dejado en manos de un cacicazgo sindical corrupto y patrimonialista que basa su poder no en la obtención de logros laborales para los educadores, sino en favores electorales y de control político para la institución presidencial. Por lo demás, se mantiene intacto, en las cúpulas institucionales, el binomio de corrupción e impunidad que caracterizó a las presidencias priístas, y el caso más lamentable, por visible, es la opacidad con la que se resolvió el presunto tráfico de influencias en el que incurrió el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño.
Para colmo, se ha puesto de manifiesto la profunda indiferencia gubernamental frente a la grave situación de amplias franjas de la sociedad: lejos de atenuar el impacto de fenómenos como la carestía –embestida contra la economía popular que favorece la concentración de riqueza–, el grupo en el poder se ha limitado a suscribir acuerdos inservibles de control de precios con las cadenas de tiendas y a eliminar los aranceles a las importaciones de alimentos, lo que beneficia a los grandes exportadores foráneos, así como a los distribuidores y a los intermediarios privados. Adicionalmente, y como principal ejemplo del sentido antinacional y antipopular con que se gobierna, se porfía en el intento de privar al país de su principal fuente de recursos públicos: la industria petrolera nacional, que, a pesar de los problemas financieros que padece y de la corrupción que impera en el seno de su administración, continúa aportando recursos para educación, salud y gasto social.
En suma, las cuentas entregadas por el gobierno de Felipe Calderón en su segundo informe decepcionan a una población que, en general, hubiera querido leer buenas noticias en ese documento. Pero el balance de estos 21 meses de gobierno no contiene un saldo favorable digno de mención, y acaso el único dato positivo del periodo sea el hecho de que los sectores depauperados de la sociedad, que son los que más padecen los estragos de las políticas gubernamentales, han respondido con mesura y sensatez ante la ineptitud y la insensibilidad de las autoridades en los diversos ámbitos del quehacer nacional, y que la consigna “si no pueden, renuncien” no se ha convertido, hasta ahora, en el lema de todos los descontentos que recorren el país.
Ciertamente, el fracaso más visible del calderonismo se manifiesta en el último de esos terrenos, y ello ha dado pie a una indignación ciudadana justificada y comprensible, pero que no logra percibir la relación de causalidad entre el auge exasperante de la delincuencia y los desastres sociales y económicos causados por gobiernos anteriores y profundizados y agravados por el presente.
Sin ignorar que el auge de la delincuencia es, parcialmente, producto de los errores cometidos por la autoridad al combatirla, sería ilógico que el incremento del desempleo, la desigualdad, la pobreza, la marginación, la desarticulación social y las carencias de educación y de salud no se hubieran traducido en un deterioro tan grave de la seguridad pública como el que ha tenido lugar en lo que va de la administración en curso.
El país padece los estragos del estancamiento económico, acompañado de un ascenso en las tasas de desempleo y una inflación galopante que se complementa con una contención salarial implacable. Desde el poder público se persiste en el empeño de eliminar las conquistas sindicales y sociales y desbaratar los sistemas de seguridad social, y la enseñanza pública, devastada por décadas de restricciones presupuestales, ha sido dejado en manos de un cacicazgo sindical corrupto y patrimonialista que basa su poder no en la obtención de logros laborales para los educadores, sino en favores electorales y de control político para la institución presidencial. Por lo demás, se mantiene intacto, en las cúpulas institucionales, el binomio de corrupción e impunidad que caracterizó a las presidencias priístas, y el caso más lamentable, por visible, es la opacidad con la que se resolvió el presunto tráfico de influencias en el que incurrió el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño.
Para colmo, se ha puesto de manifiesto la profunda indiferencia gubernamental frente a la grave situación de amplias franjas de la sociedad: lejos de atenuar el impacto de fenómenos como la carestía –embestida contra la economía popular que favorece la concentración de riqueza–, el grupo en el poder se ha limitado a suscribir acuerdos inservibles de control de precios con las cadenas de tiendas y a eliminar los aranceles a las importaciones de alimentos, lo que beneficia a los grandes exportadores foráneos, así como a los distribuidores y a los intermediarios privados. Adicionalmente, y como principal ejemplo del sentido antinacional y antipopular con que se gobierna, se porfía en el intento de privar al país de su principal fuente de recursos públicos: la industria petrolera nacional, que, a pesar de los problemas financieros que padece y de la corrupción que impera en el seno de su administración, continúa aportando recursos para educación, salud y gasto social.
En suma, las cuentas entregadas por el gobierno de Felipe Calderón en su segundo informe decepcionan a una población que, en general, hubiera querido leer buenas noticias en ese documento. Pero el balance de estos 21 meses de gobierno no contiene un saldo favorable digno de mención, y acaso el único dato positivo del periodo sea el hecho de que los sectores depauperados de la sociedad, que son los que más padecen los estragos de las políticas gubernamentales, han respondido con mesura y sensatez ante la ineptitud y la insensibilidad de las autoridades en los diversos ámbitos del quehacer nacional, y que la consigna “si no pueden, renuncien” no se ha convertido, hasta ahora, en el lema de todos los descontentos que recorren el país.
El tema de los derechos humanos ocupa lugar “marginal” en el segundo Informe
Emir Olivares Alonso
En su segundo Informe de gobierno, Felipe Calderón Hinojosa sólo destinó tres páginas para la temática de los derechos humanos, con lo que muestra el nivel de importancia que la actual administración otorga a esas garantías, consideraron organizaciones defensoras de éstas. “Con el número de páginas (la administración federal) refleja el lugar que en la política real hoy juega el tema, un lugar marginal.” La Red Todos los Derechos para Todos (RTDT) –que agrupa a más de 50 organizaciones civiles– criticó que los planes de seguridad no se basen en el tema de derechos humanos y, al igual que Amnistía Internacional, aseguró que el gobierno calderonista pone por encima una concepción de seguridad que obliga a restringir y limitar las garantías fundamentales de la ciudadanía. Edgar Cortez, secretario ejecutivo de la RTDT, subrayó que el gobierno mexicano “no tiene aprecio, respeto ni voluntad de garantizar los derechos humanos, y, por el contrario, en torno a la seguridad pública el Estado mantiene una visión autoritaria de la seguridad en la que no estamos de acuerdo”.
Kikka Roja
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