JAVIER SICILIA
Para Julio Hernández Barros
En mi pasado artículo, “Juanito y el desarraigo” (Proceso 1716), mostraba a ese hombre como el rostro más evidente de la enfermedad que padecemos: el desarraigo. La palabra, que Simone Weil –de la que celebramos el centenario de su nacimiento– analiza en su última obra, L’enracinement (El arraigamiento o como recientemente se ha traducido, Echar raíces– es rica en contenidos poéticos: nada en el mundo vive sin raíces. Los seres humanos, al igual que las plantas y los animales, necesitamos de un suelo nutricio para vivir. Sin él, es decir, desarraigados, nos marchitamos, nos corrompemos y morimos.
Hasta el nacimiento del industrialismo y del proletariado –todavía eso es visible en los llamados universos premodernos y agrarios–, el mundo humano estaba arraigado en suelos que, preservados por generaciones, daban alimento, rostro y sentido a las comunidades. En esos sitios, al igual que un saco de maíz o de trigo eran respetados no por su valor, sino porque eran el alimento de sus miembros, la familia, las costumbres, los mitos, los usos y sus construcciones, se respetaban y conservaban como el alimento de sus almas. Por la duración de esos mundos, llenos de significado, la comunidad entraba en el porvenir. Los suelos, creados y conservados por los ancestros muertos y las generaciones presentes, no sólo contenían el alimento para las almas de los vivos, sino el alimento de seres que no habían nacido y que vendrían al mundo en siglos venideros. La duración de esos mundos “constituía –escribe Weil– el único órgano de conservación de los tesoros espirituales amasados por los muertos, el único órgano de transmisión mediante el cual los muertos podían hablarle a los vivos, y la única cosa terrestre que tenía un vínculo directo con el destino eterno del hombre”.
La revolución industrial, el pensamiento ilustrado y más tarde los economistas burgueses, al fundar todo en la noción de valor como el camino hacia el bienestar, destruyeron los suelos y sus universos éticos para reducirlos a recurso. El valor no sólo invadió todo y creó una relación utilitaria y especulativa con el mundo, sino que convirtió al hombre en un desarraigado.
Mientras en los mundos con suelo había una imagen que alimentaba al cuerpo y al alma, en el mundo del valor no hay imagen. El sentido ya no reside en las obras del pasado que se conservan abiertas al devenir, sino en el progreso, es decir, en un proceso que sin cesar niega el pasado y el presente y transforma todo en producción y consumo. El suelo, que otrora estaba poblado de alimento para el cuerpo y el alma, se pobló paulatinamente de valores cuyas presencias no representan ni dicen nada. Las iglesias románicas, por ejemplo, los templos budistas o mesoamericanos, señala Paz, “eran representaciones del mundo”; las chozas de bajareque, de adobe, de piedra y las maneras de habitarlas, eran, señala Illich, centros de hospitalidad, formas de habitar, de estar, de preservar y de moldear un mundo en relación con el suelo en el que se nació, en el que se echaron raíces; las maneras de producir alimento y objetos correspondían a herramientas moldeadas específicamente para esos suelos específicos. Todo, en ese orden, tenía una relación de raíz que conservaba vivos ciertos tesoros del pasado abiertos al porvenir y permitía a un ser humano, por intermediación de medios de los que formaba parte, recibir casi la totalidad de su vida alimentaria, moral, intelectual y espiritual. Por el contrario, nuestros monumentos, nuestras viviendas, nuestros sistemas carreteros, nuestras fábricas, nuestros tractores y fertilizantes, nuestros aparatos, nuestras producciones y nuestro dinero, no dicen ni preservan nada. “Son –dice Paz– funciones, no significaciones”; son centros de transformación de todo que al generar valores de producción y de consumo nos desarraigan y nos vuelven seres marchitos que tratan de buscar su sustento en cualquier sitio y a costa de lo que sea.
La pendularidad, las migraciones, el empleocentrismo, la delincuencia, la corrupción en todos sus niveles y las cargas fiscales –los tributos– que el gobierno quiere imponernos para hacer vivir lo que fue arrancado, son sus consecuencias. Ya no se trata siquiera de producir –la producción a principios del siglo XX llegó a un nivel de saturación–, sino de obtener, por los medios que sean, los recursos que permitan acceder al consumo de valores de todo orden, desde los mínimos hasta los más sofisticados. El desarraigo de la civilización industrial no sólo ha producido, en el siglo XX y lo que va del XXI, más desechos y materia muerta, sino más miserables y desposeídos que todas las culturas juntas, desde la transformación del neolítico. Extraviados en un universo no de significados, sino de funciones para el consumo, los hombres nos explotamos, nos traicionamos, nos destruimos y perdemos cualquier sentido del suelo, es decir, de la ética, de la preservación, de la solidaridad y de la vida buena.
¿Cómo, sin volver al pasado, pero mirándonos en él, rehacer un suelo que nos permita de nuevo enraizarnos? Me parece que responder a esta pregunta es la tarea más urgente que tenemos los hombres en medio de un mundo que, poblado de valores, nos ha llevado a la peor de las sequías.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
-------------
"Juanito" y el desarraigo
JAVIER SICILIA
Siempre se ha dicho que México no es un país racista. Su condición mestiza limó a lo largo del tiempo esta enfermedad criminal del espíritu. Sin embargo, las señales de ese mal no dejan de aparecer aquí y allá con diversos rostros. Desde las urbes se tolera al indio y su mundo agrario pero no se le respeta. A pesar del levantamiento zapatista, el indio, para las mentalidades urbanas de la burguesía, remanentes del colonialismo, es un inferior, un ignorante que en su retraso premoderno no podrá nunca alcanzar las bondades civilizadoras del mundo moderno. De allí que su rebelión en 1994 haya sido calificada como el producto de una manipulación, de la intromisión de seres civilizados que abusaron de su estado infantil. El indio, parecen decir esas mentalidades imbéciles, es incapaz de pensar por sí mismo. Ajeno a la educación escolar del mundo civilizado, es víctima de su ignorancia.
En las urbes, esas señales se manifiestan en el desprecio por los seres humanos que habitan sus periferias. Allí no hay indios, sino nacos. Seres que no pertenecen ni a la vida civilizada de las urbes ni a la “barbarie” del mundo agrario, pero que son, dice el “civilizado”, igualmente ignorantes. El caso de “Juanito” es una de esas señales que, en este caso, no provienen de la mentalidad burguesa, sino de ciertos sectores de la izquierda. Esos sectores, antirracistas hacia afuera, son racistas en el interior. “Juanito” –dicen como un eco de la burguesía que tanto desprecian– es un pobre tipo, un ignorante, un imbécil que, manipulado por intereses ajenos a la “verdadera” izquierda, se ha engreído y ahora quiere poder.
Ciertamente, “Juanito” no es un indio –cuya cultura basada en la tierra y la memoria es, pese a la ignorancia “civilizada”, muy alta–, sino un desarraigado, un producto de una civilización que, basada en el dinero, despoja a las culturas de sus raíces. Pero esto no lo hace un imbécil, ni un hombre manipulable, sino un prototipo de la mentalidad económica de la civilización industrial. “Juanito” es, al igual que la clase política a la que ahora pertenece, al igual que el hombre del mundo económico en el que vive, un ambicioso, un demagogo, un “gandalla”, un oportunista que no necesitaba ni necesita ser manipulado por nadie para ser lo que es. Nada que no sea su condición de marginal, su estigma de clase, lo distingue de los funcionarios del IFE, de López Obrador, de Calderón, de Mario Marín, de Ulises Ruiz, de los especuladores financieros, de los burócratas arribistas, de aquellos para quienes la única moral que existe es adquirir poder y dinero “haiga sido como haiga sido”.
Si molesta es precisamente porque no se formó en las universidades, porque es el fruto de los desplazamientos del mundo agrario, porque no hizo la “transa” de manera disciplinada, es decir, dócilmente, es decir, arropado por quien tiene el poder y la legalidad para hacerlo. Mientras se sometió a la manera inmoral en que López Obrador respondió a la también inmoral manera en que el IFE sacó de la contienda política a Clara Brugada; mientras el ignorante, el “naco”, se sometió dócilmente a la propuesta lopezobradorista, “Juanito” era bien visto. En el momento en que decidió tomar para sí la inmoralidad, entonces se le estigmatizó: el ignorante, el “naco”, está manipulado, se le hizo creer lo que no es. “Juanito”, en la manera en que lo trató López Obrador y en la manera en que hoy lo estigmatiza la izquierda, es una señal del racismo. Pero también, en su fondo, es decir, en lo que en realidad es y siempre ha sido, una revelación del nivel de nuestras clases políticas y de la condición a la que una sociedad basada en el dinero, el prestigio y el consumo nos ha reducido.
Si “Juanito”, como le sucedió a Calderón, a Marín, a Ulises Ruiz, logra construir un poder de arribistas en torno suyo y superar, a través de él, el desprestigio, mañana todos habrán olvidado el incidente, y el “naco”, al fin lavado de su estigma de clase por el prestigio del poder, estará sentado en el sitio en el que todo se tolera y se aplaude, en el sitio en el que se puede transar, cambiar de partido si así conviene a los intereses personales, ejercer la pederastia, en síntesis, cometer actos inmorales sin consecuencias. Se trata simplemente de llegar. Lo demás viene por sí solo. Es la lección de nuestra clase política, que “Juanito” aprendió bien en las sub-urbes de Iztapalapa; es la lección del desarraigo que nos habita.
El desarraigo –eso que el dinero hace en nombre del desarrollo al ir ocupando territorios y alejando a la gente de lo que constituye su alma: los tesoros de su pasado que se preservan en la memoria de su hacer y de sus relaciones– es el signo del mundo moderno. Al destruir, como lo señalaba Simone Weil, las raíces, reemplazando todos los ámbitos de la vida humana por el deseo de poseer, sólo queda lo que somos: ese “Juanito” que nos representa, ese ser atroz, al que el sueño de la burguesía quiere reducir el mundo indígena y cualquier otro mundo que no se le parezca; esa mentalidad que hace de la mentira, de lo inmoral, del “agandalle”, el signo de nuestro racismo y, cuando logra legitimarse, el signo del prestigio y de la grandeza.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
kikka-roja.blogspot.com/
Hasta el nacimiento del industrialismo y del proletariado –todavía eso es visible en los llamados universos premodernos y agrarios–, el mundo humano estaba arraigado en suelos que, preservados por generaciones, daban alimento, rostro y sentido a las comunidades. En esos sitios, al igual que un saco de maíz o de trigo eran respetados no por su valor, sino porque eran el alimento de sus miembros, la familia, las costumbres, los mitos, los usos y sus construcciones, se respetaban y conservaban como el alimento de sus almas. Por la duración de esos mundos, llenos de significado, la comunidad entraba en el porvenir. Los suelos, creados y conservados por los ancestros muertos y las generaciones presentes, no sólo contenían el alimento para las almas de los vivos, sino el alimento de seres que no habían nacido y que vendrían al mundo en siglos venideros. La duración de esos mundos “constituía –escribe Weil– el único órgano de conservación de los tesoros espirituales amasados por los muertos, el único órgano de transmisión mediante el cual los muertos podían hablarle a los vivos, y la única cosa terrestre que tenía un vínculo directo con el destino eterno del hombre”.
La revolución industrial, el pensamiento ilustrado y más tarde los economistas burgueses, al fundar todo en la noción de valor como el camino hacia el bienestar, destruyeron los suelos y sus universos éticos para reducirlos a recurso. El valor no sólo invadió todo y creó una relación utilitaria y especulativa con el mundo, sino que convirtió al hombre en un desarraigado.
Mientras en los mundos con suelo había una imagen que alimentaba al cuerpo y al alma, en el mundo del valor no hay imagen. El sentido ya no reside en las obras del pasado que se conservan abiertas al devenir, sino en el progreso, es decir, en un proceso que sin cesar niega el pasado y el presente y transforma todo en producción y consumo. El suelo, que otrora estaba poblado de alimento para el cuerpo y el alma, se pobló paulatinamente de valores cuyas presencias no representan ni dicen nada. Las iglesias románicas, por ejemplo, los templos budistas o mesoamericanos, señala Paz, “eran representaciones del mundo”; las chozas de bajareque, de adobe, de piedra y las maneras de habitarlas, eran, señala Illich, centros de hospitalidad, formas de habitar, de estar, de preservar y de moldear un mundo en relación con el suelo en el que se nació, en el que se echaron raíces; las maneras de producir alimento y objetos correspondían a herramientas moldeadas específicamente para esos suelos específicos. Todo, en ese orden, tenía una relación de raíz que conservaba vivos ciertos tesoros del pasado abiertos al porvenir y permitía a un ser humano, por intermediación de medios de los que formaba parte, recibir casi la totalidad de su vida alimentaria, moral, intelectual y espiritual. Por el contrario, nuestros monumentos, nuestras viviendas, nuestros sistemas carreteros, nuestras fábricas, nuestros tractores y fertilizantes, nuestros aparatos, nuestras producciones y nuestro dinero, no dicen ni preservan nada. “Son –dice Paz– funciones, no significaciones”; son centros de transformación de todo que al generar valores de producción y de consumo nos desarraigan y nos vuelven seres marchitos que tratan de buscar su sustento en cualquier sitio y a costa de lo que sea.
La pendularidad, las migraciones, el empleocentrismo, la delincuencia, la corrupción en todos sus niveles y las cargas fiscales –los tributos– que el gobierno quiere imponernos para hacer vivir lo que fue arrancado, son sus consecuencias. Ya no se trata siquiera de producir –la producción a principios del siglo XX llegó a un nivel de saturación–, sino de obtener, por los medios que sean, los recursos que permitan acceder al consumo de valores de todo orden, desde los mínimos hasta los más sofisticados. El desarraigo de la civilización industrial no sólo ha producido, en el siglo XX y lo que va del XXI, más desechos y materia muerta, sino más miserables y desposeídos que todas las culturas juntas, desde la transformación del neolítico. Extraviados en un universo no de significados, sino de funciones para el consumo, los hombres nos explotamos, nos traicionamos, nos destruimos y perdemos cualquier sentido del suelo, es decir, de la ética, de la preservación, de la solidaridad y de la vida buena.
¿Cómo, sin volver al pasado, pero mirándonos en él, rehacer un suelo que nos permita de nuevo enraizarnos? Me parece que responder a esta pregunta es la tarea más urgente que tenemos los hombres en medio de un mundo que, poblado de valores, nos ha llevado a la peor de las sequías.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
-------------
"Juanito" y el desarraigo
JAVIER SICILIA
Siempre se ha dicho que México no es un país racista. Su condición mestiza limó a lo largo del tiempo esta enfermedad criminal del espíritu. Sin embargo, las señales de ese mal no dejan de aparecer aquí y allá con diversos rostros. Desde las urbes se tolera al indio y su mundo agrario pero no se le respeta. A pesar del levantamiento zapatista, el indio, para las mentalidades urbanas de la burguesía, remanentes del colonialismo, es un inferior, un ignorante que en su retraso premoderno no podrá nunca alcanzar las bondades civilizadoras del mundo moderno. De allí que su rebelión en 1994 haya sido calificada como el producto de una manipulación, de la intromisión de seres civilizados que abusaron de su estado infantil. El indio, parecen decir esas mentalidades imbéciles, es incapaz de pensar por sí mismo. Ajeno a la educación escolar del mundo civilizado, es víctima de su ignorancia.
En las urbes, esas señales se manifiestan en el desprecio por los seres humanos que habitan sus periferias. Allí no hay indios, sino nacos. Seres que no pertenecen ni a la vida civilizada de las urbes ni a la “barbarie” del mundo agrario, pero que son, dice el “civilizado”, igualmente ignorantes. El caso de “Juanito” es una de esas señales que, en este caso, no provienen de la mentalidad burguesa, sino de ciertos sectores de la izquierda. Esos sectores, antirracistas hacia afuera, son racistas en el interior. “Juanito” –dicen como un eco de la burguesía que tanto desprecian– es un pobre tipo, un ignorante, un imbécil que, manipulado por intereses ajenos a la “verdadera” izquierda, se ha engreído y ahora quiere poder.
Ciertamente, “Juanito” no es un indio –cuya cultura basada en la tierra y la memoria es, pese a la ignorancia “civilizada”, muy alta–, sino un desarraigado, un producto de una civilización que, basada en el dinero, despoja a las culturas de sus raíces. Pero esto no lo hace un imbécil, ni un hombre manipulable, sino un prototipo de la mentalidad económica de la civilización industrial. “Juanito” es, al igual que la clase política a la que ahora pertenece, al igual que el hombre del mundo económico en el que vive, un ambicioso, un demagogo, un “gandalla”, un oportunista que no necesitaba ni necesita ser manipulado por nadie para ser lo que es. Nada que no sea su condición de marginal, su estigma de clase, lo distingue de los funcionarios del IFE, de López Obrador, de Calderón, de Mario Marín, de Ulises Ruiz, de los especuladores financieros, de los burócratas arribistas, de aquellos para quienes la única moral que existe es adquirir poder y dinero “haiga sido como haiga sido”.
Si molesta es precisamente porque no se formó en las universidades, porque es el fruto de los desplazamientos del mundo agrario, porque no hizo la “transa” de manera disciplinada, es decir, dócilmente, es decir, arropado por quien tiene el poder y la legalidad para hacerlo. Mientras se sometió a la manera inmoral en que López Obrador respondió a la también inmoral manera en que el IFE sacó de la contienda política a Clara Brugada; mientras el ignorante, el “naco”, se sometió dócilmente a la propuesta lopezobradorista, “Juanito” era bien visto. En el momento en que decidió tomar para sí la inmoralidad, entonces se le estigmatizó: el ignorante, el “naco”, está manipulado, se le hizo creer lo que no es. “Juanito”, en la manera en que lo trató López Obrador y en la manera en que hoy lo estigmatiza la izquierda, es una señal del racismo. Pero también, en su fondo, es decir, en lo que en realidad es y siempre ha sido, una revelación del nivel de nuestras clases políticas y de la condición a la que una sociedad basada en el dinero, el prestigio y el consumo nos ha reducido.
Si “Juanito”, como le sucedió a Calderón, a Marín, a Ulises Ruiz, logra construir un poder de arribistas en torno suyo y superar, a través de él, el desprestigio, mañana todos habrán olvidado el incidente, y el “naco”, al fin lavado de su estigma de clase por el prestigio del poder, estará sentado en el sitio en el que todo se tolera y se aplaude, en el sitio en el que se puede transar, cambiar de partido si así conviene a los intereses personales, ejercer la pederastia, en síntesis, cometer actos inmorales sin consecuencias. Se trata simplemente de llegar. Lo demás viene por sí solo. Es la lección de nuestra clase política, que “Juanito” aprendió bien en las sub-urbes de Iztapalapa; es la lección del desarraigo que nos habita.
El desarraigo –eso que el dinero hace en nombre del desarrollo al ir ocupando territorios y alejando a la gente de lo que constituye su alma: los tesoros de su pasado que se preservan en la memoria de su hacer y de sus relaciones– es el signo del mundo moderno. Al destruir, como lo señalaba Simone Weil, las raíces, reemplazando todos los ámbitos de la vida humana por el deseo de poseer, sólo queda lo que somos: ese “Juanito” que nos representa, ese ser atroz, al que el sueño de la burguesía quiere reducir el mundo indígena y cualquier otro mundo que no se le parezca; esa mentalidad que hace de la mentira, de lo inmoral, del “agandalle”, el signo de nuestro racismo y, cuando logra legitimarse, el signo del prestigio y de la grandeza.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Comentarios. HOLA! deja tu mensaje ...