Ayer, en una reunión realizada en las ciudades fronterizas de Estrasburgo, en Francia, y Kehl, en Alemania, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) celebró su 60 aniversario inmersa en un clima de confusión y divergencias. Por un lado, la designación del primer ministro de Dinamarca, Anders F. Rasmussen, como nuevo secretario general del llamado pacto atlántico, tuvo que pasar por la intercesión del gobierno de Estados Unidos ante Turquía, cuyas autoridades se negaban a avalar el nombramiento, pues el danés se negó a censurar, en 2006, una publicación en cuyas páginas se incluyeron caricaturas del profeta Mahoma. Por otro lado, y a pesar del anuncio de que España, Francia, Alemania y el Reino Unido enviarán a Afganistán un contingente de 5 mil soldados –3 mil de los cuales sólo estarán hasta agosto–, no pudo ocultarse el poco entusiasmo de las naciones europeas hacia el programa diseñado por el gobierno de Barack Obama con relación al país centroasiático, no obstante que el propio mandatario estadunidense señaló la víspera que Al Qaeda es un peligro mayor para Europa que para Estados Unidos. Mientras tanto, en las calles de Estrasburgo miles de manifestantes anti-OTAN protagonizaron disturbios y enfrentamientos con cuerpos policiacos, que dejaron como saldo un hotel incendiado y severos daños en comercios, viviendas y mobiliario urbano.
Los hechos que se comentan son indicativos de la difícil situación que el sexagenario pacto atlántico enfrenta en la actualidad, en la que convergen las divisiones internas, la falta de concreción en cuanto a sus objetivos y un repudio creciente por parte de las poblaciones de sus países miembros. Tales elementos hacen obligado cuestionarse sobre las justificaciones para mantener vivo al mayor aparato militar de la historia humana.
En efecto, no obstante haberse expandido hacia Europa oriental y a pesar de haber incorporado como nuevos socios a ex integrantes del desaparecido Pacto de Varsovia, la OTAN transita, desde el derrumbe del bloque soviético hace casi dos décadas, en un marasmo de indefinición que le ha impedido dotarse de un sentido preciso en el mundo contemporáneo. Concebida originalmente como un mecanismo de disuasión ante un eventual ataque de la URSS, la OTAN se erigió, en tiempos de la administración de Bill Clinton, en instancia ejecutora de guerras humanitarias, y en tal calidad intervino en los conflictos de la antigua Yugoslavia, en particular los de Bosnia y Kosovo, y bombardeó aglomeraciones civiles serbias en nombre de la defensa de los derechos humanos. A inicios de esta década, la alianza atlántica fue impregnada de la lógica anti-terrorista de George W. Bush y actualmente cobija bajo sus siglas la intervención militar estadunidense en Afganistán.
En años recientes, por añadidura, con el apoyo a los planes de Washington de implantar cinturones antimisiles en Europa del Este, y con los empeños por incorporar a naciones como Ucrania y Georgia –elementos que han despertado una comprensible alarma por parte de Rusia–, la OTAN pareciera empeñada en revivir una confrontación bipolar extinta, y tal situación ha configurado un nuevo factor de disenso entre sus integrantes: mientras que los antiguos estados soviéticos quieren ver en la alianza militar un garante de su soberanía ante la creciente influencia de Moscú en la región, los gobiernos líderes del pacto pretenden limar asperezas con el Kremlin, sobre todo después del conflicto bélico en el Cáucaso, el año pasado, la secesión de Kosovo y la controversia sobre los referidos escudos antimisiles.
En suma, a seis décadas de su creación y a casi dos del derrumbe del bloque soviético, la OTAN exhibe un comportamiento errático y sin rumbo en un orden multipolar mucho más complejo que aquél en que fue fundada, y en un momento en que naciones como China, India y la propia Rusia reclaman que las decisiones en el ámbito internacional se extiendan más allá del círculo de las naciones industrializadas de Occidente. Al día de hoy, ni Estados Unidos ni la Unión Europea enfrentan una amenaza militar que justifique el mantenimiento de la alianza atlántica, y no hay, por tanto, razones que justifiquen que ese pacto permanezca activo.
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Los hechos que se comentan son indicativos de la difícil situación que el sexagenario pacto atlántico enfrenta en la actualidad, en la que convergen las divisiones internas, la falta de concreción en cuanto a sus objetivos y un repudio creciente por parte de las poblaciones de sus países miembros. Tales elementos hacen obligado cuestionarse sobre las justificaciones para mantener vivo al mayor aparato militar de la historia humana.
En efecto, no obstante haberse expandido hacia Europa oriental y a pesar de haber incorporado como nuevos socios a ex integrantes del desaparecido Pacto de Varsovia, la OTAN transita, desde el derrumbe del bloque soviético hace casi dos décadas, en un marasmo de indefinición que le ha impedido dotarse de un sentido preciso en el mundo contemporáneo. Concebida originalmente como un mecanismo de disuasión ante un eventual ataque de la URSS, la OTAN se erigió, en tiempos de la administración de Bill Clinton, en instancia ejecutora de guerras humanitarias, y en tal calidad intervino en los conflictos de la antigua Yugoslavia, en particular los de Bosnia y Kosovo, y bombardeó aglomeraciones civiles serbias en nombre de la defensa de los derechos humanos. A inicios de esta década, la alianza atlántica fue impregnada de la lógica anti-terrorista de George W. Bush y actualmente cobija bajo sus siglas la intervención militar estadunidense en Afganistán.
En años recientes, por añadidura, con el apoyo a los planes de Washington de implantar cinturones antimisiles en Europa del Este, y con los empeños por incorporar a naciones como Ucrania y Georgia –elementos que han despertado una comprensible alarma por parte de Rusia–, la OTAN pareciera empeñada en revivir una confrontación bipolar extinta, y tal situación ha configurado un nuevo factor de disenso entre sus integrantes: mientras que los antiguos estados soviéticos quieren ver en la alianza militar un garante de su soberanía ante la creciente influencia de Moscú en la región, los gobiernos líderes del pacto pretenden limar asperezas con el Kremlin, sobre todo después del conflicto bélico en el Cáucaso, el año pasado, la secesión de Kosovo y la controversia sobre los referidos escudos antimisiles.
En suma, a seis décadas de su creación y a casi dos del derrumbe del bloque soviético, la OTAN exhibe un comportamiento errático y sin rumbo en un orden multipolar mucho más complejo que aquél en que fue fundada, y en un momento en que naciones como China, India y la propia Rusia reclaman que las decisiones en el ámbito internacional se extiendan más allá del círculo de las naciones industrializadas de Occidente. Al día de hoy, ni Estados Unidos ni la Unión Europea enfrentan una amenaza militar que justifique el mantenimiento de la alianza atlántica, y no hay, por tanto, razones que justifiquen que ese pacto permanezca activo.
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