Alejandro Gertz Manero
El asesinato de dos estudiantes y un trabajador en Chilpancingo ha exhibido en la forma más descarnada al sistema de seguridad y justicia del país, que está estructurado para servir al poder, para encubrirlo y para propiciar la impunidad, que en México llega a más de 98% de los delitos.
El caso que nos ocupa ha demostrado cómo los gobiernos, tanto federal como local, se han dedicado durante más de un mes a eludir sus responsabilidades, a echarse la culpa entre ellos, a esconder pruebas y a “aventarse la pelota” entre procuradurías, ante uno de los casos más evidentes de abuso de autoridad, de negligencia y de responsabilidades delictivas que hayamos podido conocer en los tiempos más recientes.
La primera parte de esa crisis se dio cuando las autoridades locales y federales, sabiendo que estos bloqueos se llevan a cabo año con año, se rehusaron a realizar las funciones policiacas preventivas, para detener a los estudiantes que habían secuestrado ilegalmente camiones de pasajeros y a sus operadores, todo lo cual constituye la comisión de diversos delitos, y si esos ilícitos se hubieran prevenido y solucionado a tiempo los manifestantes, que tienen todo el derecho a protestar y a manifestarse, pero no a delinquir, no hubieran sido víctimas de la tragedia que ahí se escenificó.
Esta falta de prevención y de “inteligencia” atribuible a todos los niveles de gobierno, y que es su obligación primordial, fue el primer peldaño de esta escalada de irresponsabilidades y de delitos. Una vez que ya estaban los estudiantes en la Autopista del Sol bloqueando la carretera, lo cual constituye otro delito, la Policía Federal los agredió, los pateó y los arrastró, usando también sus armas y disparando a mansalva, para que después se unieran los policías preventivos y ministeriales estatales, y la balacera se multiplicara hasta llegar a los dos estudiantes muertos y al trabajador que sufrió gravísimas quemaduras al tratar de contener un incendio provocado por individuos que fueron plenamente identificados por las cámaras, al igual que a todos los agresores, pero que siguen impunes. Todas esas evidencias fílmicas, gráficas y testimoniales que el país entero conoció no les permitieron durante más de un mes a las autoridades establecer las responsabilidades correspondientes, lo cual evidencia en forma abrumadora la forma en que se dedicaron a encubrirse, siendo esta una conducta que se repite a diario por todo el país, lo que nos ha llevado a los niveles de violencia, de impunidad y de falta de justicia que hoy vivimos.
Frente a esa colusión, la Comisión Nacional de Derechos Humanos tuvo que asumir las funciones que eludieron las autoridades del Ministerio Público de todos los niveles, para realizar una investigación que estableciera en principio los abusos de autoridad y los delitos que cometieron todas las corporaciones policíacas, así como la presunta responsabilidad de policías ministeriales del estado en la muerte de los dos estudiantes, lo cual tuvo que asumir la Procuraduría local de Guerrero para consignarlos, pero sin tocar a los demás participantes de esos abusos que siguen libres e impunes. Lo que no se ha podido establecer, a pesar de todas las evidencias, es la identidad precisa de quienes incendiaron la gasolinera y causaron indirectamente la muerte del trabajador, pero lo que sí se ha logrado determinar en forma indubitable es cómo todas las policías que participaron en esos hechos quebrantaron los protocolos más elementales de preservación de los elementos de probanza, recogiendo y guardándose los casquillos, desapareciendo ojivas y cualquier otro elemento que pudiera evidenciar lo ahí ocurrido.
Estos actos, una vez analizados en su conjunto, nos muestran de lo que la autoridad es capaz de urdir para abusar en forma absolutamente irresponsable y abusiva de su capacidad de prevención e investigación de cualquier delito que la involucre, conducta que viene repitiéndose desde los años 30 del siglo pasado, y que se refrenda en cualquier represión en la que alguien se confronte con la autoridad y con el poder público, y que llegó a extremos de brutalidad incontenible en Tlatelolco, el 10 de junio de 1971; en Aguas Blancas, en Atenco y en infinidad de casos en los que el poder público exhibe su verdadera identidad represora, autoritaria y criminal. Éste es el México en el que vivimos con más de 50 mil ejecutados, más de 10 mil desaparecidos y una espiral cada vez más violenta de injusticia y de impunidad.
Frente a esta realidad no hay una sola respuesta que pueda satisfacer plenamente a la comunidad, ya que en el caso de Ayotzinapa hay responsabilidades penales para quienes se robaron y secuestraron camiones y conductores, bloquearon vías generales de comunicación y destruyeron bienes e instalaciones, así como para todas las policías que reprimieron brutalmente, ocultaron pruebas y asesinaron y se han encubierto para que finalmente todo ello se convirtiera en este “cochinero” de delitos, colusiones e impunidades. Ése es el sistema de seguridad y justicia que padecemos, no hay que olvidarlo para exigir que esta iniquidad termine ya.
Comentarios: editorial2003@terra.com.mx
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