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miércoles, 29 de abril de 2009

Pederastia y conducción espiritual: José Antonio Crespo (sacerdotes "mas humanos" por violar niños)

Horizonte político
José A. Crespo
Pederastia y conducción espiritual

No he oído o leído que el Episcopado Mexicano o la jerarquía católica en general, se deslinden de las declaraciones del secretario general del primero y obispo auxiliar de Jalisco, Leopoldo González, en el sentido de que la pederastia sacerdotal no aleja a los feligreses de sus pastores, sino “al contrario, entre más humanos nos vean, más nos van a apreciar”. En otras palabras, que tienen las mismas —o peores— debilidades y pasiones que aquellos a quienes pretenden orientar moral y espiritualmente y no las han superado. Que no haya habido tal desmentido puede interpretarse como que hay acuerdo en ello, pues, “el que calla, otorga”. Las declaraciones del obispo auxiliar suscitan la pregunta: ¿Qué sentido tendría que los feligreses siguieran o eligieran a los clérigos católicos como guías espirituales? En toda tradición de superación y alivio espiritual, moral o sicológico, se parte de que el guía, quien ayuda, conduce y enseña, ha sufrido una transformación interna que se traduce en mayor fortaleza de la que el mismo tenía antes, pero también de la que poseen quienes acuden a él en busca de consejo y alivio. Dicha evolución puede llamarse, según la tradición de que se trate, sabiduría, salud mental o estado de gracia. Por ejemplo, en el sicoanálisis (al que Erich Fromm encontró similitudes con tradiciones religiosas de Oriente, como el budismo zen), para que la intervención del terapeuta sea eficaz ha debido pasar por un proceso de autoconocimiento y de la consecuente catarsis, para alcanzar mayores niveles de salud mental, experiencia que a su vez le permitirá entender mejor a su paciente, detectar sus puntos débiles y ayudarlo a enfrentar y superar sus fuentes de malestar interior. Sin tal experiencia, difícilmente habrá buenos resultados, y ese riesgo existe, pues muchos siconalalistas han sido reconocidos y facultados como tales, no a partir de su experiencia de alivio emocional, sino sólo de lecturas y presentación de exámenes teóricos que no implican necesariamente la revolución interna requerida para conducir una terapia exitosa.

En las tradiciones orientales también es fundamental, si no es que indispensable, la presencia de una figura que —se presupone— ha recorrido caminos de evolución espiritual, fortaleza emocional, sabiduría no literaria, sino vivencial, producto de lo que llaman “iluminación”, y que en el cristianismo equivale a la “revelación”. Se parte, pues, de que el gurú hindú, el maestro zen o taoísta, han alcanzado un nivel determinado de evolución que les permite ayudar a otros a conseguir lo mismo, bajo su conducción y enseñanza. De alguna forma, tanto el sicoterapeuta como el maestro zen, a partir de su respectiva claridad interna y evolución emocional, ayudan al paciente o discípulo a reconocer sus debilidades y patologías (los pecados, en la concepción cristiana), para superarlas, algo difícil de lograr —si no es que imposible— si el guía tiene un nivel de desarrollo interno semejante al de su seguidor. Esa es también la lógica de la confesión cristiana. No es que el maestro haya dejado de ser humano, sino que es un hombre (o mujer) con mayor claridad de sí mismo y del camino interno que lleva a dicha liberación.

Ese es también el papel que, se supone, jugó Jesús para con sus discípulos (quienes lo consideraban precisamente como rabí o maestro), de modo que pudieran lograr su correspondiente evolución espiritual. Y, a su vez, les dijo que, alcanzada dicha maduración espiritual, su labor consistiría en ayudar a otros a conseguir lo mismo (el apostolado). Los sacerdotes y otros clérigos son, en la doctrina cristiana, émulos y sucesores de los apóstoles, que han recibido un entrenamiento espiritual que les permite superar muchas de sus debilidades y proclividades al pecado, para así conducir con eficacia a sus feligreses por ese camino de evolución moral. Es decir, como en otras tradiciones de superación interna (emocional o espiritual), se requiere la guía de un maestro más evolucionado y claridoso, para poder avanzar en ese camino. Y así como en el sicoanálisis existe el riesgo de que el terapeuta no haya experimentado una auténtica revolución interna (en cuyo caso la terapia difícilmente será fructífera), existe la posibilidad de que el sacerdote o prelado católico, pese a haber hecho votos y ser ungido como tal, quizá no haya avanzado en su evolución espiritual, con lo que podría confundir más, en vez de iluminar, a sus feligreses: “Ciegos, guías de ciegos”, decía Jesús sobre tales casos. ¿Cómo reconocer al hombre evolucionado, para seguirlo como guía espiritual y no entregar la confianza a un pecador ordinario o un farsante (un falso profeta)? La receta es de sobra conocida: “Por sus frutos los conoceréis”. Sin importar sus credenciales, títulos y ordenamientos, el guía eficaz se comporta de forma que refleja su evolución emocional y salud espiritual, no como un delincuente común o un esquizofrénico. Mientras más ordinarios, los guías espirituales son menos eficaces y menos confiables, contrariamente a lo que sostiene el secretario del Episcopado. No hay ganancia en seguir el consejo y las directrices de un semejante que padece de las mismas fragilidades —o peores— que uno mismo. Pero eso, que con tanta claridad aparece en los evangelios (y en las escrituras sagradas de muchas tradiciones), no parece haberlo entendido el obispo auxiliar de Jalisco. Y en la medida en que la jerarquía católica no lo desdiga, significará que tampoco ella entendió algunas de las premisas esenciales de la tarea apostólica (o terapéutica, en términos seglares). Eso, para no hablar de la complicidad y el encubrimiento que suelen extender los prelados a clérigos pederastas, lo que implica también una trasgresión de la legalidad secular. Pero eso es lo de menos, pues en México la jerarquía católica goza de absoluta impunidad.


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