Lágrimas y combate
04 de noviembre de 2009
2009-11-04
Había de chile y de manteca, pero lo que tenían en común los poetas hispanoamericanos que vivieron en Nueva York en el XIX, fue la voluntad de ser, además de escritores, héroes. Algunos acabaron sus días en el patíbulo o en el frente de batalla, como el más célebre de todos, José Martí, que regresó a morir en una escaramuza insurgente de un tiro en el pecho en 1895, y como Juan Clemente Zenea, que cayó en 1871 en un paredón español en Cuba.
La antología El laúd del desterrado, editada en la Imprenta de la Revolución en Nueva York en 1858 (en español), reúne a algunos de estos poetas, sólo a cubanos. Dice el prólogo: “Algunos de los autores que aquí aparecen descansan ya en su sepulcro de las persecuciones al despotismo; otros continúan en su peregrinación heroica bajo cielos extranjeros. Un cadáver nada más tiene de su parte el gobierno español en Cuba: el de Miguel T. Tolón, pero ¡qué triunfo!
Apenas pisó las playas nativas donde sólo le había llevado el deseo de abrazar a su madre anciana y el doble sentimiento de besar una tierra por cuya independencia se había sacrificado, apenas las musas patrióticas salieron a su encuentro y le oyeron decir que volvía a morir a Norte América, cuando cubrieron de eterna palidez aquella frente donde ardía la llama del genio”. Cito a Tolón: “Las lágrimas detén, calla el gemido, / Levanta al cielo la mirada hermosa; / Y al retumbar del trueno repetido /Del mortífero bronce en la sabana, / Canta el himno de guerra, ¡mi cubana!”
La página legal de la antología dice que se vende “en las principales librerías de Nueva York”, pero también circuló en Cuba, contrabandeada como muchas otras publicaciones que se imprimían en español en esa ciudad. Los poetas y otros activistas buscaban en la ciudad apoyo económico y moral, y también un espacio editorial. Como la antología, en esas décadas aparecieron cientos de periódicos, revistas y libros neoyorkinohispanoamericanos en español, muchos de éstos editados por los mismos poetas —sólo el ya mencionado Miguel T. Tolón, quien fuera presidente de la Sociedad Cubana Anexionista, escribe poemas en inglés y es editor en un periódico anglosajón—. Lágrimas y combate, pero también prensa y organización. La verdad es que estaban gruesos, es admirable su devoción y capacidad de trabajo. Que si son todavía legibles, ése es otro tema, que aquí no voy a tocar. La sensibilidad del lector ha cambiado, no hay duda.
Encabeza la antología José María Heredia, “profeta de nuestra revolución y Homero de nuestra poesía”. Llegó a Nueva York en 1823, se mudó pronto a México y murió en Toluca, a los 36 años. Lo cito: “Tu amigo, Emilia, de hierro fiero y de venganza armado/ a verte volverá y en voz sublime/ entonará el triunfo el himno bello”.
Otros sí vivieron largos años, como la puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió, poeta, abolicionista y defensora de los derechos de las mujeres. Desde muy joven rompió con la convención y llevó el cabello muy corto. “¿Mi estrofa, dura y desigual/, rebota?, ¿como el corcel del gaucho en la vertiente?/ ¿ansío recobrarla y está rota?/ y surge a chorros su perfume ardiente.” (Años después, en 1912, y no poeta sino escritora de teatro, llega a Nueva York por una corta estancia la escritora y activista Luisa Capetillo —1879-1922—, la primera puertorriqueña que usara en público pantalones).
Pedro Santacilia, también incluido en la antología, exiliado en Nueva Orleáns, conoció a Benito Juárez, se hicieron amigos y terminó casándose con su hija.
Durante el gobierno de Maximiliano de Habsburgo, compartió en Nueva York el exilio con la familia Juárez y otros liberales mexicanos, así fue como se incorporó a ese momento de oro de las letras hispanoamericanas.
Si era la esperanza lo que los movía a entregar sus vidas a su causa y dedicárselas con tal fervor, se cumple en ellos un enigma de Sor Juana y la resolución que se le ha atribuido:
“¿Cuál es aquella homicida? que, piadosamente ingrata, ¿siempre en cuanto vive mata? ¿y muere cuando da vida?”: La esperanza.
kikka-roja.blogspot.com/
La antología El laúd del desterrado, editada en la Imprenta de la Revolución en Nueva York en 1858 (en español), reúne a algunos de estos poetas, sólo a cubanos. Dice el prólogo: “Algunos de los autores que aquí aparecen descansan ya en su sepulcro de las persecuciones al despotismo; otros continúan en su peregrinación heroica bajo cielos extranjeros. Un cadáver nada más tiene de su parte el gobierno español en Cuba: el de Miguel T. Tolón, pero ¡qué triunfo!
Apenas pisó las playas nativas donde sólo le había llevado el deseo de abrazar a su madre anciana y el doble sentimiento de besar una tierra por cuya independencia se había sacrificado, apenas las musas patrióticas salieron a su encuentro y le oyeron decir que volvía a morir a Norte América, cuando cubrieron de eterna palidez aquella frente donde ardía la llama del genio”. Cito a Tolón: “Las lágrimas detén, calla el gemido, / Levanta al cielo la mirada hermosa; / Y al retumbar del trueno repetido /Del mortífero bronce en la sabana, / Canta el himno de guerra, ¡mi cubana!”
La página legal de la antología dice que se vende “en las principales librerías de Nueva York”, pero también circuló en Cuba, contrabandeada como muchas otras publicaciones que se imprimían en español en esa ciudad. Los poetas y otros activistas buscaban en la ciudad apoyo económico y moral, y también un espacio editorial. Como la antología, en esas décadas aparecieron cientos de periódicos, revistas y libros neoyorkinohispanoamericanos en español, muchos de éstos editados por los mismos poetas —sólo el ya mencionado Miguel T. Tolón, quien fuera presidente de la Sociedad Cubana Anexionista, escribe poemas en inglés y es editor en un periódico anglosajón—. Lágrimas y combate, pero también prensa y organización. La verdad es que estaban gruesos, es admirable su devoción y capacidad de trabajo. Que si son todavía legibles, ése es otro tema, que aquí no voy a tocar. La sensibilidad del lector ha cambiado, no hay duda.
Encabeza la antología José María Heredia, “profeta de nuestra revolución y Homero de nuestra poesía”. Llegó a Nueva York en 1823, se mudó pronto a México y murió en Toluca, a los 36 años. Lo cito: “Tu amigo, Emilia, de hierro fiero y de venganza armado/ a verte volverá y en voz sublime/ entonará el triunfo el himno bello”.
Otros sí vivieron largos años, como la puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió, poeta, abolicionista y defensora de los derechos de las mujeres. Desde muy joven rompió con la convención y llevó el cabello muy corto. “¿Mi estrofa, dura y desigual/, rebota?, ¿como el corcel del gaucho en la vertiente?/ ¿ansío recobrarla y está rota?/ y surge a chorros su perfume ardiente.” (Años después, en 1912, y no poeta sino escritora de teatro, llega a Nueva York por una corta estancia la escritora y activista Luisa Capetillo —1879-1922—, la primera puertorriqueña que usara en público pantalones).
Pedro Santacilia, también incluido en la antología, exiliado en Nueva Orleáns, conoció a Benito Juárez, se hicieron amigos y terminó casándose con su hija.
Durante el gobierno de Maximiliano de Habsburgo, compartió en Nueva York el exilio con la familia Juárez y otros liberales mexicanos, así fue como se incorporó a ese momento de oro de las letras hispanoamericanas.
Si era la esperanza lo que los movía a entregar sus vidas a su causa y dedicárselas con tal fervor, se cumple en ellos un enigma de Sor Juana y la resolución que se le ha atribuido:
“¿Cuál es aquella homicida? que, piadosamente ingrata, ¿siempre en cuanto vive mata? ¿y muere cuando da vida?”: La esperanza.
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