De acuerdo con datos dados a conocer ayer por el Banco de México (BdeM), la inflación anualizada alcanzó 6.17 por ciento en abril pasado, con lo que duplicó las estimaciones de esa institución, que eran de alrededor de 3 por ciento. Según el organismo, un factor importante en este repunte inflacionario ha sido el incremento en los precios de frutas y verduras incluidas en la canasta básica, como jitomate, aguacate, tomate verde, pepino y tortilla de maíz. Con todo, el BdeM apuntó, con optimismo, la posibilidad de que en el mes en curso tenga lugar una reducción de la carestía, en virtud de una moderación en el ritmo de aumentos de algunos productos.
Más allá de tecnicismos macroeconómicos, la noticia es alarmante toda vez que plantea una nueva vuelta de tuerca en la angustiosa situación material en que se encuentran millones de mexicanos que desde hace dos décadas han venido sufriendo, como consecuencia de la política económica aún vigente, la persistente caída en el poder adquisitivo, el tránsito al sector informal, el desempleo abierto, el deterioro de condiciones laborales, sanitarias, educativas, habitacionales, culturales y recreativas, la sistemática reducción de su nivel de vida y la pobreza o la miseria descarnadas.
Esos sectores de la población se enfrentan, además, a una seguridad pública degradada o, en diversas regiones, inexistente; al divorcio inexorable entre las cúpulas institucionales y la ciudadanía, a la que tendrían que servir; a los espectáculos inaceptables de la riqueza extrema, concentrada en unas cuantas manos, y el boato en el que viven los funcionarios públicos a partir de cierto nivel; a las penurias agravadas en el corto plazo por la crisis económica mundial y, en lo inmediato, por la epidemia de influenza que recorre el país.
En esa medida, el repunte inflacionario, así sea pasajero como pretende el BdeM, constituye un agravio adicional para las mayorías del país que contradice, para colmo, uno de los propósitos centrales en el discurso sustentador del modelo neoliberal vigente: promover la estabilidad antinflacionaria.
No escapará al entendimiento ecuánime que el fenómeno de la inflación tiene mucho de incontrolable, y el que ahora se presenta es producto, entre otros factores, de la devaluación del peso ante el dólar, pero tampoco puede ignorarse que el propio gobierno federal se ha erigido, en lo que va de este sexenio, en impulsor de la inflación al legitimar alzas en los alimentos básicos y al persistir en su empeño por mantener los incrementos regulares en los combustibles.
El hecho es que el alza de precios es un proceso que afecta en mayor proporción a quienes carecen de capacidad para transferirlo a otros, como sí lo hacen industriales, comerciantes, financieros, prestadores de servicios y la propia autoridad federal –que ha duplicado, en cosa de un lustro, su gasto corriente, sin que ello se haya traducido en una elevación perceptible de la eficiencia gubernamental. Quienes terminan por pagar la mayor proporción de los incrementos son los consumidores finales y, entre ellos, los más agraviados son los trabajadores a sueldo, sometidos al férreo designio de contención salarial que ha imperado durante 20 años.
A pesar de la evidente conjunción de circunstancias críticas en casi todos los órdenes de la vida nacional, las instancias gubernamentales siguen empeñadas, a juzgar por sus actos, en no ver la posibilidad de que la suma de los descontentos sociales y económicos derive en un desasosiego político mayúsculo y en la ingobernabilidad. El grupo gobernante ha estado empeñado, desde fines de los años 80 del siglo pasado hasta ahora, en la creación de condiciones favorables para los grandes capitales nacionales y extranjeros, y en el rescate de corporaciones ineficientes y corruptas. Es tiempo de que emprenda un rescate de la población y, especialmente, de sus segmentos más desprotegidos y busque los mecanismos para contrarrestar el impacto de este nuevo repunte inflacionario. Tiene los recursos para ello. Cabe demandarle la altura de miras, el sentido de Estado y la voluntad política correspondientes.
kikka-roja.blogspot.com/
Más allá de tecnicismos macroeconómicos, la noticia es alarmante toda vez que plantea una nueva vuelta de tuerca en la angustiosa situación material en que se encuentran millones de mexicanos que desde hace dos décadas han venido sufriendo, como consecuencia de la política económica aún vigente, la persistente caída en el poder adquisitivo, el tránsito al sector informal, el desempleo abierto, el deterioro de condiciones laborales, sanitarias, educativas, habitacionales, culturales y recreativas, la sistemática reducción de su nivel de vida y la pobreza o la miseria descarnadas.
Esos sectores de la población se enfrentan, además, a una seguridad pública degradada o, en diversas regiones, inexistente; al divorcio inexorable entre las cúpulas institucionales y la ciudadanía, a la que tendrían que servir; a los espectáculos inaceptables de la riqueza extrema, concentrada en unas cuantas manos, y el boato en el que viven los funcionarios públicos a partir de cierto nivel; a las penurias agravadas en el corto plazo por la crisis económica mundial y, en lo inmediato, por la epidemia de influenza que recorre el país.
En esa medida, el repunte inflacionario, así sea pasajero como pretende el BdeM, constituye un agravio adicional para las mayorías del país que contradice, para colmo, uno de los propósitos centrales en el discurso sustentador del modelo neoliberal vigente: promover la estabilidad antinflacionaria.
No escapará al entendimiento ecuánime que el fenómeno de la inflación tiene mucho de incontrolable, y el que ahora se presenta es producto, entre otros factores, de la devaluación del peso ante el dólar, pero tampoco puede ignorarse que el propio gobierno federal se ha erigido, en lo que va de este sexenio, en impulsor de la inflación al legitimar alzas en los alimentos básicos y al persistir en su empeño por mantener los incrementos regulares en los combustibles.
El hecho es que el alza de precios es un proceso que afecta en mayor proporción a quienes carecen de capacidad para transferirlo a otros, como sí lo hacen industriales, comerciantes, financieros, prestadores de servicios y la propia autoridad federal –que ha duplicado, en cosa de un lustro, su gasto corriente, sin que ello se haya traducido en una elevación perceptible de la eficiencia gubernamental. Quienes terminan por pagar la mayor proporción de los incrementos son los consumidores finales y, entre ellos, los más agraviados son los trabajadores a sueldo, sometidos al férreo designio de contención salarial que ha imperado durante 20 años.
A pesar de la evidente conjunción de circunstancias críticas en casi todos los órdenes de la vida nacional, las instancias gubernamentales siguen empeñadas, a juzgar por sus actos, en no ver la posibilidad de que la suma de los descontentos sociales y económicos derive en un desasosiego político mayúsculo y en la ingobernabilidad. El grupo gobernante ha estado empeñado, desde fines de los años 80 del siglo pasado hasta ahora, en la creación de condiciones favorables para los grandes capitales nacionales y extranjeros, y en el rescate de corporaciones ineficientes y corruptas. Es tiempo de que emprenda un rescate de la población y, especialmente, de sus segmentos más desprotegidos y busque los mecanismos para contrarrestar el impacto de este nuevo repunte inflacionario. Tiene los recursos para ello. Cabe demandarle la altura de miras, el sentido de Estado y la voluntad política correspondientes.