Ilan Semo
No hace mucho tiempo, tres décadas acaso, las sociedades contemporáneas tenían una idea bastante distinta del futuro. Todavía ondeaban, aunque ya debilitadas, algunas de las utopías centrales que significaron al siglo XX. Con una dosis de innegable inocencia, las expectativas de un orden que hiciera posible una vida mejor provenían de los más diversos rincones y relatos del imaginario político y social. A principios del siglo XXI, el cambio fue abrupto. Esa inocencia fue desplazada aceleradamente por una cultura muy distinta; la cultura de las distopías, fincada en la convicción de que las amenazas y los riesgos que nos depara el futuro superan con mucho a cualquier otra de sus expectativas. La retórica de las distopías acabó por decantarse en una cultura del miedo. Un repaso de las imágenes sobre la trama del tiempo que alberga el imaginario actual mostraría que el miedo es, probablemente, el único elemento capaz de cohesionar (y movilizar) a las sociedades de nuestros días.
Llámesele infortunio o no, sus semejanzas con las pesadillas sociales de los siglos XVI y XVII son asombrosas. En 1600, el habitante europeo estaba absolutamente convencido que a la vuelta de la esquina le aguardaba el Juicio Final. El espejismo del fin teológico del mundo tardó en disiparse un siglo y medio, y guarda diferencias con el de hoy. La apocalíptica contemporánea no proviene de la teología ni de la religión, sino de un poder más disuasivo y contundente: la ciencia. Los espectáculos modernos (o posmodernos) del fin se llaman: el calentamiento global, las mutaciones biológicas, el agotamiento del agua, el envenenamiento del medio ambiente… y, sobre todo, las pandemias.
La primera pandemia del siglo XX, la gripe española, cobró varios millones de víctimas. (Por cierto, Enrique Semo ha sugerido recientemente que no es improbable que una parte del millón de muertos que causó la Revolución mexicana se deba a la diseminación de ese virus). Después le siguieron entre los años 20 y 40, varias de escala menor. Desde los años 50, cada década estuvo signada por el pánico de una nueva mutación viral: la fiebre asiática en los 60, el ébola en los 80, las vacas locas en los 90, la gripe aviar más recientemente, y la gripe humana, que fue detectada la semana pasada. Lo que asombra es la imparcialidad de los mutantes: han surgido en el corazón de las sociedades con sistemas consolidados de salud pública (las vacas locas en Inglaterra), en órdenes compulsivamente controlados (la gripe aviar en China), en medio de las mayores desgracias humanas (el ébola en África) y ahora frente a un Estado (cada día más eminentemente) fallido como el mexicano. En cierta manera, ya no sorprende que el número de víctimas que cobran las pandemias sea decreciente (unos cientos durante la gripe aviar): existe de alguna manera un know how social global de cómo hacerles frente. Ni tampoco que el pánico estalle de manera global: el miedo también pasa por la interconexión.
Las autoridades de la OMS han dicho en reiteradas ocasiones que el gobierno mexicano ha actuado, dadas sus posibilidades, de la manera más diligente posible frente a la crisis epidemiológica. Lo más probable es que sea cierto. Lo que no han dicho (no les toca decirlo) es que sin la presión de verse convertido súbitamente, en la opinión pública global, en una suerte de amenaza para la sociedad, la administración panista jamás habría actuado con la celeridad que la caracterizó la semana pasada. Hay epidemias seculares en México, por decirlo de alguna manera, que matan calladamente a miles y miles de los que menos tienen cada año y que transcurren frente a la absoluta indiferencia de un poder que, a lo largo de un sexenio y medio, ha convertido al sistema de salud pública en una zona de desastre, y a la salud misma en un privilegio privado.
Si el gobierno federal reaccionó o no de manera tardía e irresponsable frente a los primeros anuncios de la posible epidemia es un asunto que el Congreso deberá tomar en sus manos para investigarlo exhaustivamente. Sólo así se podrán adoptar las reformas para transformar la estructura misma del sistema de salud pública.
Lo que es un hecho, sin embargo, es que la forma en como se ha emprendido la cruzada actual para detener el contagio habla de un poder cada vez más apartado de la sociedad. Hay dos maneras de enfrentar los peligros de una epidemia: la paranoia o la solidaridad. El Poder Ejecutivo optó por la primera. Su estrategia ha sido aislar e insularizar al individuo, suprimir las redes de apoyo y solidaridad, recluir y atomizar a la ciudadanía en los muros de una nueva soledad. Esa nueva soledad se llama: el cuerpo como cerco. Dado el know how actual para enfrentar epidemias, que el gobierno federal no logra implementar porque ya no existe el sistema de salud pública que podría ponerlo en práctica, la paranoia puede cobrar más víctimas que el virus mismo.
kikka-roja.blogspot.com/
Llámesele infortunio o no, sus semejanzas con las pesadillas sociales de los siglos XVI y XVII son asombrosas. En 1600, el habitante europeo estaba absolutamente convencido que a la vuelta de la esquina le aguardaba el Juicio Final. El espejismo del fin teológico del mundo tardó en disiparse un siglo y medio, y guarda diferencias con el de hoy. La apocalíptica contemporánea no proviene de la teología ni de la religión, sino de un poder más disuasivo y contundente: la ciencia. Los espectáculos modernos (o posmodernos) del fin se llaman: el calentamiento global, las mutaciones biológicas, el agotamiento del agua, el envenenamiento del medio ambiente… y, sobre todo, las pandemias.
La primera pandemia del siglo XX, la gripe española, cobró varios millones de víctimas. (Por cierto, Enrique Semo ha sugerido recientemente que no es improbable que una parte del millón de muertos que causó la Revolución mexicana se deba a la diseminación de ese virus). Después le siguieron entre los años 20 y 40, varias de escala menor. Desde los años 50, cada década estuvo signada por el pánico de una nueva mutación viral: la fiebre asiática en los 60, el ébola en los 80, las vacas locas en los 90, la gripe aviar más recientemente, y la gripe humana, que fue detectada la semana pasada. Lo que asombra es la imparcialidad de los mutantes: han surgido en el corazón de las sociedades con sistemas consolidados de salud pública (las vacas locas en Inglaterra), en órdenes compulsivamente controlados (la gripe aviar en China), en medio de las mayores desgracias humanas (el ébola en África) y ahora frente a un Estado (cada día más eminentemente) fallido como el mexicano. En cierta manera, ya no sorprende que el número de víctimas que cobran las pandemias sea decreciente (unos cientos durante la gripe aviar): existe de alguna manera un know how social global de cómo hacerles frente. Ni tampoco que el pánico estalle de manera global: el miedo también pasa por la interconexión.
Las autoridades de la OMS han dicho en reiteradas ocasiones que el gobierno mexicano ha actuado, dadas sus posibilidades, de la manera más diligente posible frente a la crisis epidemiológica. Lo más probable es que sea cierto. Lo que no han dicho (no les toca decirlo) es que sin la presión de verse convertido súbitamente, en la opinión pública global, en una suerte de amenaza para la sociedad, la administración panista jamás habría actuado con la celeridad que la caracterizó la semana pasada. Hay epidemias seculares en México, por decirlo de alguna manera, que matan calladamente a miles y miles de los que menos tienen cada año y que transcurren frente a la absoluta indiferencia de un poder que, a lo largo de un sexenio y medio, ha convertido al sistema de salud pública en una zona de desastre, y a la salud misma en un privilegio privado.
Si el gobierno federal reaccionó o no de manera tardía e irresponsable frente a los primeros anuncios de la posible epidemia es un asunto que el Congreso deberá tomar en sus manos para investigarlo exhaustivamente. Sólo así se podrán adoptar las reformas para transformar la estructura misma del sistema de salud pública.
Lo que es un hecho, sin embargo, es que la forma en como se ha emprendido la cruzada actual para detener el contagio habla de un poder cada vez más apartado de la sociedad. Hay dos maneras de enfrentar los peligros de una epidemia: la paranoia o la solidaridad. El Poder Ejecutivo optó por la primera. Su estrategia ha sido aislar e insularizar al individuo, suprimir las redes de apoyo y solidaridad, recluir y atomizar a la ciudadanía en los muros de una nueva soledad. Esa nueva soledad se llama: el cuerpo como cerco. Dado el know how actual para enfrentar epidemias, que el gobierno federal no logra implementar porque ya no existe el sistema de salud pública que podría ponerlo en práctica, la paranoia puede cobrar más víctimas que el virus mismo.
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