Nudos
Lorenzo MeyerAGENDA CIUDADANA
Articulos recientes del Dr. Lorenzo Meyer Cossio
“Un par de indicadores, entre muchos posibles, nos dicen que no hemos cambiado mucho”
Los Nudos Siguen Atados. Lo inaceptable no es que, como sociedad política, los mexicanos tengamos problemas, sino que los años corran y el mundo se transforme, pero nuestros problemas sigan siendo los mismos. Hace treinta años, cuando Manuel Camacho estaba a punto de cambiar su vida académica por la de un político profesional, publicó “Los nudos históricos del sistema político mexicano”, (Foro Internacional, Vol., 17 No, 4, abril-junio, 1997). Esos nudos, según el autor, eran los límites y las alternativas que entonces tenía un sistema no democrático que ya daba claras muestras de agotamiento. No obstante que su base social ya había dejado de ser la de 1940 –había perdido su fuerte carácter rural, con todas las consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que tal transformación implicaba- el modelo político mexicano se mantenía renuente a la transformación.
Según Camacho, los principales nudos políticos del México de entonces eran una legitimidad decreciente, una representación política distorsionada y un manejo deficiente del viejo problema social. Por ello, el liderazgo de la época estaba obligado a elegir entre: a) sostenerse en la inercia y desembocar en la argentinización, es decir, en algo similar a la descomposición social y desintegración política y económica que siguió a la muerte de Perón, b) enfrentar una nueva revolución, c) profundizar el nacionalismo autoritario, d) reconstruir el régimen dentro del modelo burocrático, tecnocrático y militar y finalmente, la alternativa deseable, e) transitar hacia la democracia representativa. Al final, lo que hubo fue el salinismo, una mezcla inviable de todo lo anterior, (el contra ejemplo fue España, una sociedad que entonces se metió de lleno en el torbellino del verdadero cambio). Un cuarto de siglo después de publicado el diagnóstico anterior, México pareció alcanzar la mejor de las salidas propuestas: la democracia política. Sin embargo, la suerte no nos acompañó en el arranque y el nuevo sistema administró tan mal su tiempo inicial que hoy México pareciera haber perdido la brújula al punto que bien pudiera estar siguiendo un camino errado, uno que pudiera desembocar justamente en una nueva mezcla de las desagradables predicciones que Camacho temía hace treinta años, por ejemplo, la descomposición social con el intento de administrarla por la vía de la innoble troica
burocrático-tecnológica-militar.
Es evidente que nuestra recién adquirida democracia política carece de la energía y de la decisión suficiente para acometer su tarea histórica primordial: consolidarse desatando o de plano cortando los nudos gordianos que le heredó el antiguo régimen que, a su vez, los venía arrastrando de más atrás. En el año 2000 se abrió la oportunidad para México de empezar a resolver los males heredados que se encontraban en las áreas estrictamente políticas, pues era ahí donde se podían emplear a fondo la combinación del marco legal vigente con el entusiasmo y la energía política y social que acompañaron a la defenestración del PRI. Si finalmente los responsables de la conducción política de entonces no pudieron siquiera llamar a cuentas a los grandes responsables de los crímenes y la corrupción del pasado inmediato, más difícil les resultó encontrar la punta de la madeja de los enormes embrollos económicos y sociales que están impidiendo el desarrollo de México y cuya solución implica, entre otras cosas, atacar de frente a intereses creados de una magnitud tan grande como la suma de las grandes fortunas producto de las practicas monopólicos y corruptas que hoy caracterizan –y dominan- a México.
Los Nudos se ven Desde Fuera. Una forma de adentrarnos en la red de problemas antiguos y aun sin resolver es verla como nos ven desde el exterior. La mirada ajena, precisamente por distante, puede ser menos subjetiva que la propia, particularmente en un contexto de polarización y encono como el que caracteriza hoy a México. La semana pasada, uno de los periódicos nacionales más importantes de Estados Unidos, The New York Times, abordó un par de temas mexicanos, ambos reveladores de nuestra agenda de temas que venimos arrastrando sin poder resolverlos. El primero apareció el 26 de septiembre y se centró en la naturaleza e implicaciones de la reaparición del Ejército Popular Revolucionario, (EPR); el segundo fue publicado dos días más tarde y se enfocó en el ex presidente Vicente Fox y su estilo de vida. El primer caso tiene que ver con el asunto de la representación, los canales de las demandas políticas y los efectos de la desigualdad social. En principio, la apertura de los cauces de la democracia deja sin razón de ser a la violencia de origen político. En la realidad ése no ha sido siempre el caso, como lo demuestra incluso el exitoso ejemplo español. Ahí, pese a que el franquismo ya es historia, la ETA sigue actuando en nombre de la independencia del País Vasco.
En México, el EPR ha revivido, en buena medida, porque en Oaxaca persiste con toda su fuerza el antiguo régimen y porque la parte del sistema que supuestamente cambió –la federal- en vez de ayudar a desatar ese nudo de contradicciones locales que es el Gobierno priista de Ulises Ruiz, terminó por dejarlo más atado. En efecto, en el congreso la alianza PAN-PRI sostuvo a Ruiz pese a reconocer sus notables fallas como gobernador. Por su parte, el Gobierno Federal decidió enviar a sus Fuerzas policíacas y militares para poner fin de manera violenta a la movilización popular contra el gobernador iniciada en mayo del año 2006 –el año electoral- y que se prolongó por meses como resultado de un empate político entre Ruiz y la heterogénea coalición de sus opositores.
En fin, que el Gobierno Federal “democrático” rompió ese empate actuando en favor del antiguo orden antidemocrático pero, además, en el proceso de represión que siguió, alguien “desapareció” –justo como se acostumbraba en el pasado- a dos cuadros dirigentes de un EPR que se había mantenido sin actuar directa y violentamente desde finales del Gobierno de Ernesto Zedillo. Hasta ahora, el resultado de lo ocurrido en Oaxaca es que, en el entorno de una democracia tan llena de contradicciones y debilidades, incapaz de deshacerse de nudos autoritarios como el de Ruiz y todo lo que él representa, ha resurgido el problema guerrillero. Y esos rebeldes que han atacado con éxito las instalaciones de Pemex, justifican su acción precisamente en que el afianzamiento de un PRI que en Oaxaca lleva ya 77 años seguidos en el poder y en la persistencia de la gran división social, muestras ambas de que pese al supuesto cambio el pasado sigue sin pasar.
El retorno -¿permanencia?- de Fox al centro del debate y del escándalo políticos se debe, esta vez, no a su intervención ilegal en la elección del año 2006 ni a su militancia en organizaciones internacionales de derecha, sino a la impúdica ostentación de su riqueza personal en un país de pobres y con larga historia de corrupción. Ya desde Agustín de Iturbide y Antonio López de Santa Anna, la notoria falta de probidad de muchos jefes del Gobierno se transformó en causa de ilegitimidad del poder. Tras el advenimiento de la democracia política en México, se esperaba una ruptura clara e incluso dramática de la vieja tradición de convertir el paso por los altos puestos públicos en una fuente de riqueza familiar. Fox podría intentar explicar los fracasos de casi todas las políticas de su sexenio como resultado de un gobierno dividido, de la falta de apoyo de su partido, de errores de un gabinete sin experiencia, de la mala suerte, etcétera, pero desde el inicio había un campo cuya responsabilidad era personal e intransferible: el de hacer de su paso por la Presidencia un ejemplo de frugalidad republicana, de identidad inequívoca entre democracia y sobriedad personal, de compatibilidad entre moral pública y moral personal, de solidaridad simbólica entre el gobernante y la masa sin fortuna de los gobernados. Fox desaprovechó esa oportunidad y el costo no se expresa sólo en las reclamaciones públicas que se le hicieron y se le seguirán haciendo, sino en la permanencia y reforzamiento de uno de las características más viejas y negativas de nuestra política: la corrupción y la enorme distancia que separa a las “minorías selectas”-para usar el término de Felipe Calderón- y las mayorías no selectas (¿vulgares?).
Para concluir, ahora estamos comprobando que la democracia representativa por sí misma no basta para desatar los enredos históricos. Nuestra situación es más compleja y sus nudos son más fuertes de lo que se supuso y ambas cosas nos obligan a repensar con urgencia todo el proyecto de transformación de México.
Kikka Roja
Articulos recientes del Dr. Lorenzo Meyer Cossio
“Un par de indicadores, entre muchos posibles, nos dicen que no hemos cambiado mucho”
Los Nudos Siguen Atados. Lo inaceptable no es que, como sociedad política, los mexicanos tengamos problemas, sino que los años corran y el mundo se transforme, pero nuestros problemas sigan siendo los mismos. Hace treinta años, cuando Manuel Camacho estaba a punto de cambiar su vida académica por la de un político profesional, publicó “Los nudos históricos del sistema político mexicano”, (Foro Internacional, Vol., 17 No, 4, abril-junio, 1997). Esos nudos, según el autor, eran los límites y las alternativas que entonces tenía un sistema no democrático que ya daba claras muestras de agotamiento. No obstante que su base social ya había dejado de ser la de 1940 –había perdido su fuerte carácter rural, con todas las consecuencias políticas, sociales, económicas y culturales que tal transformación implicaba- el modelo político mexicano se mantenía renuente a la transformación.
Según Camacho, los principales nudos políticos del México de entonces eran una legitimidad decreciente, una representación política distorsionada y un manejo deficiente del viejo problema social. Por ello, el liderazgo de la época estaba obligado a elegir entre: a) sostenerse en la inercia y desembocar en la argentinización, es decir, en algo similar a la descomposición social y desintegración política y económica que siguió a la muerte de Perón, b) enfrentar una nueva revolución, c) profundizar el nacionalismo autoritario, d) reconstruir el régimen dentro del modelo burocrático, tecnocrático y militar y finalmente, la alternativa deseable, e) transitar hacia la democracia representativa. Al final, lo que hubo fue el salinismo, una mezcla inviable de todo lo anterior, (el contra ejemplo fue España, una sociedad que entonces se metió de lleno en el torbellino del verdadero cambio). Un cuarto de siglo después de publicado el diagnóstico anterior, México pareció alcanzar la mejor de las salidas propuestas: la democracia política. Sin embargo, la suerte no nos acompañó en el arranque y el nuevo sistema administró tan mal su tiempo inicial que hoy México pareciera haber perdido la brújula al punto que bien pudiera estar siguiendo un camino errado, uno que pudiera desembocar justamente en una nueva mezcla de las desagradables predicciones que Camacho temía hace treinta años, por ejemplo, la descomposición social con el intento de administrarla por la vía de la innoble troica
burocrático-tecnológica-militar.
Es evidente que nuestra recién adquirida democracia política carece de la energía y de la decisión suficiente para acometer su tarea histórica primordial: consolidarse desatando o de plano cortando los nudos gordianos que le heredó el antiguo régimen que, a su vez, los venía arrastrando de más atrás. En el año 2000 se abrió la oportunidad para México de empezar a resolver los males heredados que se encontraban en las áreas estrictamente políticas, pues era ahí donde se podían emplear a fondo la combinación del marco legal vigente con el entusiasmo y la energía política y social que acompañaron a la defenestración del PRI. Si finalmente los responsables de la conducción política de entonces no pudieron siquiera llamar a cuentas a los grandes responsables de los crímenes y la corrupción del pasado inmediato, más difícil les resultó encontrar la punta de la madeja de los enormes embrollos económicos y sociales que están impidiendo el desarrollo de México y cuya solución implica, entre otras cosas, atacar de frente a intereses creados de una magnitud tan grande como la suma de las grandes fortunas producto de las practicas monopólicos y corruptas que hoy caracterizan –y dominan- a México.
Los Nudos se ven Desde Fuera. Una forma de adentrarnos en la red de problemas antiguos y aun sin resolver es verla como nos ven desde el exterior. La mirada ajena, precisamente por distante, puede ser menos subjetiva que la propia, particularmente en un contexto de polarización y encono como el que caracteriza hoy a México. La semana pasada, uno de los periódicos nacionales más importantes de Estados Unidos, The New York Times, abordó un par de temas mexicanos, ambos reveladores de nuestra agenda de temas que venimos arrastrando sin poder resolverlos. El primero apareció el 26 de septiembre y se centró en la naturaleza e implicaciones de la reaparición del Ejército Popular Revolucionario, (EPR); el segundo fue publicado dos días más tarde y se enfocó en el ex presidente Vicente Fox y su estilo de vida. El primer caso tiene que ver con el asunto de la representación, los canales de las demandas políticas y los efectos de la desigualdad social. En principio, la apertura de los cauces de la democracia deja sin razón de ser a la violencia de origen político. En la realidad ése no ha sido siempre el caso, como lo demuestra incluso el exitoso ejemplo español. Ahí, pese a que el franquismo ya es historia, la ETA sigue actuando en nombre de la independencia del País Vasco.
En México, el EPR ha revivido, en buena medida, porque en Oaxaca persiste con toda su fuerza el antiguo régimen y porque la parte del sistema que supuestamente cambió –la federal- en vez de ayudar a desatar ese nudo de contradicciones locales que es el Gobierno priista de Ulises Ruiz, terminó por dejarlo más atado. En efecto, en el congreso la alianza PAN-PRI sostuvo a Ruiz pese a reconocer sus notables fallas como gobernador. Por su parte, el Gobierno Federal decidió enviar a sus Fuerzas policíacas y militares para poner fin de manera violenta a la movilización popular contra el gobernador iniciada en mayo del año 2006 –el año electoral- y que se prolongó por meses como resultado de un empate político entre Ruiz y la heterogénea coalición de sus opositores.
En fin, que el Gobierno Federal “democrático” rompió ese empate actuando en favor del antiguo orden antidemocrático pero, además, en el proceso de represión que siguió, alguien “desapareció” –justo como se acostumbraba en el pasado- a dos cuadros dirigentes de un EPR que se había mantenido sin actuar directa y violentamente desde finales del Gobierno de Ernesto Zedillo. Hasta ahora, el resultado de lo ocurrido en Oaxaca es que, en el entorno de una democracia tan llena de contradicciones y debilidades, incapaz de deshacerse de nudos autoritarios como el de Ruiz y todo lo que él representa, ha resurgido el problema guerrillero. Y esos rebeldes que han atacado con éxito las instalaciones de Pemex, justifican su acción precisamente en que el afianzamiento de un PRI que en Oaxaca lleva ya 77 años seguidos en el poder y en la persistencia de la gran división social, muestras ambas de que pese al supuesto cambio el pasado sigue sin pasar.
El retorno -¿permanencia?- de Fox al centro del debate y del escándalo políticos se debe, esta vez, no a su intervención ilegal en la elección del año 2006 ni a su militancia en organizaciones internacionales de derecha, sino a la impúdica ostentación de su riqueza personal en un país de pobres y con larga historia de corrupción. Ya desde Agustín de Iturbide y Antonio López de Santa Anna, la notoria falta de probidad de muchos jefes del Gobierno se transformó en causa de ilegitimidad del poder. Tras el advenimiento de la democracia política en México, se esperaba una ruptura clara e incluso dramática de la vieja tradición de convertir el paso por los altos puestos públicos en una fuente de riqueza familiar. Fox podría intentar explicar los fracasos de casi todas las políticas de su sexenio como resultado de un gobierno dividido, de la falta de apoyo de su partido, de errores de un gabinete sin experiencia, de la mala suerte, etcétera, pero desde el inicio había un campo cuya responsabilidad era personal e intransferible: el de hacer de su paso por la Presidencia un ejemplo de frugalidad republicana, de identidad inequívoca entre democracia y sobriedad personal, de compatibilidad entre moral pública y moral personal, de solidaridad simbólica entre el gobernante y la masa sin fortuna de los gobernados. Fox desaprovechó esa oportunidad y el costo no se expresa sólo en las reclamaciones públicas que se le hicieron y se le seguirán haciendo, sino en la permanencia y reforzamiento de uno de las características más viejas y negativas de nuestra política: la corrupción y la enorme distancia que separa a las “minorías selectas”-para usar el término de Felipe Calderón- y las mayorías no selectas (¿vulgares?).
Para concluir, ahora estamos comprobando que la democracia representativa por sí misma no basta para desatar los enredos históricos. Nuestra situación es más compleja y sus nudos son más fuertes de lo que se supuso y ambas cosas nos obligan a repensar con urgencia todo el proyecto de transformación de México.