Juan Villoro
30 Ene. 09
Conocí al poeta Eduardo Vázquez Martín en 1984, en un encuentro de jóvenes escritores en Zacatecas. En el cuarto de siglo transcurrido desde entonces, el autor de Comer sirena ha combinado la poesía con una aventura en el más improbable de los escenarios: las oficinas de la gestión pública.
Sin la estridencia del proselitista, se dedicó a la eficaz divulgación de la cultura en las revistas La Orquesta, Laberinto y Viceversa (todas heroicamente desaparecidas), y luego se adentró en la tarea de organizar actividades. En el Instituto de Cultura de la Ciudad de México fue esencial para consolidar proyectos como el Faro de Oriente y los Libro Clubes, que aún abren sus páginas en los más diversos rincones de la urbe; en San Luis Potosí contribuyó a crear el Festival de Cultura y la Ciudad de las Artes y las Ciencias, y actualmente dirige el Museo de Historia Natural y Cultura Ambiental de la Ciudad de México.
Las fatigas en el desierto de los expedientes no le han impedido imaginar planes de cultura, que se han discutido en diversos foros de la izquierda. Si alguna vez llegan a realizarse, serán como el país de Fourier, donde el mar tendrá sabor a limonada. No hay modo de hacer cultura sin una pulsión utópica y el poeta Vázquez la tiene de sobra. Nunca he colaborado directamente con él, de modo que ignoro cómo pasa de las nubes, morada predilecta del poeta, al mundo donde hay que sellar un documento.
Cada vez que lo veo tiene el aire relajado de quien acaba de salir de una siesta feliz o se dispone a adentrarse en una noche de flamenco, otra de sus pasiones. Es posible que su aire relajado y su perenne sonrisa diagonal sean formas de defensa ante un hábitat hostil, lo cierto es que se refiere a las calamidades de la burocracia con el sabio desapego de quien sabe que no hay mejor lucha que la paciencia. Alguien sereno que admira la valentía en las emergencias. Uno de sus mejores poemas se refiere al atentado a las Torres Gemelas de Nueva York; a quienes subieron a la azotea y, ante la certeza de su muerte, eligieron volar durante sus últimos minutos en vez de caer con los escombros. Ese pájaro accidental, sin más motor que la ilusión, es el emblema de quien hoy dirige el museo que enseña a vivir.
Escribo esto para rendir homenaje a los poetas que al modo de Lucrecio utilizan su voz para unir el verso con la ciencia y revelar la naturaleza de las cosas, y porque acabo de visitar el Museo de Historia Natural, raro oasis de la Ciudad de México.
Las bóvedas diseñadas por el arquitecto Leónides Guadarrama albergan en lo esencial las mismas escenas que vi en mi infancia. En cierta forma, se trata de un "museo del Museo", donde los animales disecados mantienen su postura original: el tigre de Bengala salta como en un verso de William Blake, el hombre primitivo duda ante un mamut y el oso polar se alza como una ártica amenaza. En esta zona la museografía actualiza algunos datos: Plutón, planeta por unos años, se convierte en huérfano del sistema solar.
La impronta del director y las muchas personas que reviven el Museo se advierte en las exposiciones temporales. El pintor Francisco Toledo ofrece una galaxia de insectos que pueden ser cotejados con los que decoran varias vitrinas y con elaborados sellos de la filatelia mundial. En este zumbante enjambre, la ciencia y el arte se combinan como en los tiempos en que Lucrecio bebió su célebre pócima amatoria.
La otra exposición es "El sexo y la vida. Cromosoma XX-XY", un despliegue de talento museográfico que permite regresar sin trabas ni prejuicios al renovado misterio de lo que somos y recordar, encandilados, la paradoja de Paul Valéry: "no hay nada más profundo que la piel".
El coito, el parto, la desnudez, el ADN mitocondrial, la contracepción, los hermafroditas, los fenotipos, las infecciones sexuales y el erotismo son algunos de los temas que se abordan con elegante precisión.
La muestra pone el acento en la belleza del cuerpo, no sólo la real, sino la imaginada, y no sólo la exterior, sino la interna, que involucra a las coloridas y jugosas vísceras. La curaduría, dirigida por Carmen Tostado, integra en forma excepcional el arte y las artesanías con el discurso científico y permite entender que la representación de la vida es tan importante como su cumplimiento.
Un poema de Octavio Paz sirve de lema a la muestra: "si dos se besan/ el mundo cambia, encarnan los deseos,/ brotan alas en las espaldas del esclavo...". En "El sexo y la vida" la mirada vuela sobre los diablos en cópula de Ocumichu (de la notable colección del artista potosino Fernando Betancourt), las fotografías de Gerardo Suter, un enrojecido óleo de Sergio Hernández, las reproducciones de José María Velasco y las muestras de arte prehispánico.
Una pieza de Yolanda Paulsen Quintana sintetiza los méritos de la exhibición: un avión en miniatura atraviesa nubes hechas con árboles bronquiales. El título devela y crea un enigma: "El cielo que llevamos dentro".
Los logros artísticos alternan con dispositivos didácticos: el video de un parto, modelos anatómicos, amplificaciones de neuronas, la ronda amorosa de los escarabajos, los usos del preservativo, las estrellas de mar y otros hermafroditas.
Nunca he visto a tanta gente sentada en el piso de una exposición. La epifanía de la vida produce el deseo de permanecer ahí, recibiendo imágenes como latidos.
Celebración del gozo ajeno a la culpa y de los méritos de la responsabilidad, "El sexo y la vida" es una lección ética y estética, lograda con un mínimo de recursos.
La inteligencia del proyecto se mide en el más sencillo de sus objetos. En una sala, los visitantes pueden armar fenotipos raciales, ensamblando rostros de distintos modos. Junto a ellos está la pieza maestra de la exposición: un espejo. Nada más próximo, nada más insondable, que nuestro propio rostro.
kikka-roja.blogspot.com/
Las fatigas en el desierto de los expedientes no le han impedido imaginar planes de cultura, que se han discutido en diversos foros de la izquierda. Si alguna vez llegan a realizarse, serán como el país de Fourier, donde el mar tendrá sabor a limonada. No hay modo de hacer cultura sin una pulsión utópica y el poeta Vázquez la tiene de sobra. Nunca he colaborado directamente con él, de modo que ignoro cómo pasa de las nubes, morada predilecta del poeta, al mundo donde hay que sellar un documento.
Cada vez que lo veo tiene el aire relajado de quien acaba de salir de una siesta feliz o se dispone a adentrarse en una noche de flamenco, otra de sus pasiones. Es posible que su aire relajado y su perenne sonrisa diagonal sean formas de defensa ante un hábitat hostil, lo cierto es que se refiere a las calamidades de la burocracia con el sabio desapego de quien sabe que no hay mejor lucha que la paciencia. Alguien sereno que admira la valentía en las emergencias. Uno de sus mejores poemas se refiere al atentado a las Torres Gemelas de Nueva York; a quienes subieron a la azotea y, ante la certeza de su muerte, eligieron volar durante sus últimos minutos en vez de caer con los escombros. Ese pájaro accidental, sin más motor que la ilusión, es el emblema de quien hoy dirige el museo que enseña a vivir.
Escribo esto para rendir homenaje a los poetas que al modo de Lucrecio utilizan su voz para unir el verso con la ciencia y revelar la naturaleza de las cosas, y porque acabo de visitar el Museo de Historia Natural, raro oasis de la Ciudad de México.
Las bóvedas diseñadas por el arquitecto Leónides Guadarrama albergan en lo esencial las mismas escenas que vi en mi infancia. En cierta forma, se trata de un "museo del Museo", donde los animales disecados mantienen su postura original: el tigre de Bengala salta como en un verso de William Blake, el hombre primitivo duda ante un mamut y el oso polar se alza como una ártica amenaza. En esta zona la museografía actualiza algunos datos: Plutón, planeta por unos años, se convierte en huérfano del sistema solar.
La impronta del director y las muchas personas que reviven el Museo se advierte en las exposiciones temporales. El pintor Francisco Toledo ofrece una galaxia de insectos que pueden ser cotejados con los que decoran varias vitrinas y con elaborados sellos de la filatelia mundial. En este zumbante enjambre, la ciencia y el arte se combinan como en los tiempos en que Lucrecio bebió su célebre pócima amatoria.
La otra exposición es "El sexo y la vida. Cromosoma XX-XY", un despliegue de talento museográfico que permite regresar sin trabas ni prejuicios al renovado misterio de lo que somos y recordar, encandilados, la paradoja de Paul Valéry: "no hay nada más profundo que la piel".
El coito, el parto, la desnudez, el ADN mitocondrial, la contracepción, los hermafroditas, los fenotipos, las infecciones sexuales y el erotismo son algunos de los temas que se abordan con elegante precisión.
La muestra pone el acento en la belleza del cuerpo, no sólo la real, sino la imaginada, y no sólo la exterior, sino la interna, que involucra a las coloridas y jugosas vísceras. La curaduría, dirigida por Carmen Tostado, integra en forma excepcional el arte y las artesanías con el discurso científico y permite entender que la representación de la vida es tan importante como su cumplimiento.
Un poema de Octavio Paz sirve de lema a la muestra: "si dos se besan/ el mundo cambia, encarnan los deseos,/ brotan alas en las espaldas del esclavo...". En "El sexo y la vida" la mirada vuela sobre los diablos en cópula de Ocumichu (de la notable colección del artista potosino Fernando Betancourt), las fotografías de Gerardo Suter, un enrojecido óleo de Sergio Hernández, las reproducciones de José María Velasco y las muestras de arte prehispánico.
Una pieza de Yolanda Paulsen Quintana sintetiza los méritos de la exhibición: un avión en miniatura atraviesa nubes hechas con árboles bronquiales. El título devela y crea un enigma: "El cielo que llevamos dentro".
Los logros artísticos alternan con dispositivos didácticos: el video de un parto, modelos anatómicos, amplificaciones de neuronas, la ronda amorosa de los escarabajos, los usos del preservativo, las estrellas de mar y otros hermafroditas.
Nunca he visto a tanta gente sentada en el piso de una exposición. La epifanía de la vida produce el deseo de permanecer ahí, recibiendo imágenes como latidos.
Celebración del gozo ajeno a la culpa y de los méritos de la responsabilidad, "El sexo y la vida" es una lección ética y estética, lograda con un mínimo de recursos.
La inteligencia del proyecto se mide en el más sencillo de sus objetos. En una sala, los visitantes pueden armar fenotipos raciales, ensamblando rostros de distintos modos. Junto a ellos está la pieza maestra de la exposición: un espejo. Nada más próximo, nada más insondable, que nuestro propio rostro.
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