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viernes, 8 de mayo de 2009

Cloro y mayonesa: Juan Villoro

Cloro y mayonesa
Juan Villoro
8 May. 09

Después del terremoto de 1985 salimos a la calle con picos y palas. Hubo héroes que se improvisaron como "hombres topo", entrando a huecos que parecían inaccesibles. Las mujeres prepararon sándwiches y agua de limón para los que tratábamos de imponer un orden en las ruinas. Otros hicieron acopio de víveres y ropa para los damnificados. Los taxis te llevaban gratis y los teléfonos funcionaban sin monedas. Bastaba tener un trozo de tela amarilla en el brazo para calificar como brigadista.

Actuamos de manera improvisada y tal vez repartimos mal nuestros esfuerzos. Lo importante es que hicimos algo y eso nos sirvió de terapia. Un orden superior -el escenario que tantas veces nos parece ajeno, adverso, intransitable- se había roto. El aire olía a gas. Al día siguiente del primer temblor, hubo una réplica, menos agresiva pero más temible, pues ya sabíamos lo que podía pasar. Por la noche, recurrimos a remedios domésticos: nuestros sismógrafos fueron un vaso con agua en el buró y los cubiertos colgados del marco de una puerta. Acaso sólo entonces la ciudad fue de veras nuestra: al fin nos necesitaba con urgencia. Levantar un ladrillo era un forma elemental de ser capitalino. Las grietas de la ciudad mostraron nuestro rostro. No estábamos en la mejor de las condiciones (¡cuánto polvo nos sobraba en el pelo!), no sabíamos si al recoger cascajo salvaríamos a alguien o provocaríamos otro derrumbe, pero una certeza se imponía: éramos la única respuesta.

El trauma del temblor se pudo superar gracias a que logramos sentirnos útiles. En 1985 encontramos la ciudad que se nos había perdido dentro de la ciudad.

La crisis de la influenza ha sido distinta. En este caso la amenaza éramos nosotros. Nada resultaba tan arriesgado como el contacto con el prójimo. La única solidaridad que podíamos mostrar era la de un disciplinado acatamiento de las disposiciones oficiales. La respuesta, en este sentido, fue admirable. Una ciudad que vive para lo que ocurre de a montón, aceptó el calvario del aislamiento.

No faltó algún sobresalto. Es curioso cómo se esparcen los rumores; de pronto, corrió la voz de que WalMart iba a cerrar sus puertas. Nunca sabremos por qué se habló específicamente de esa cadena. Lo cierto es que las compras de pánico permitieron registrar dos obsesiones del consumidor mexicano: la limpieza y el condimento. Los productos más vendidos fueron el cloro y la mayonesa.

Nuestra vida prosiguió en encierro y cámara lenta. En esas condiciones enfrentamos algo tan duro como la epidemia: no poder hacer otra cosa que lavarnos las manos. A diferencia de lo que sucedió en el terremoto, era imposible salir a la calle con una carretilla a recoger trozos de ciudad. Ayudar implicaba estar ausentes, soportar la impotencia y la frustración.

Actuamos como debíamos hacerlo, pero otros quedaron en deuda. "Lo que más me irrita es la falta de solidaridad de la medicina privada", me dijo Ricardo Cayuela Gally, jefe de redacción de Letras Libres. Tiene razón. Durante una semana no hubo un solo gesto de apoyo de los grandes negocios de salud. Los hospitales donde el enfermo es visto como un cliente despersonalizado que debe pagar por el hilo de sutura, la caja de kleenex que no pidió y las largas horas de estacionamiento (que siempre es un "negocio aparte", nunca una cortesía para los que ahí se alojan) podrían haber ofrecido asesoría, consultas o análisis gratuitos. No hablo de poner en riesgo sus ganancias, sino de dar una señal simbólica. Si uno de los grandes hospitales privados hubiera brindado 10 camas solidarias, habría mandado un mensaje de que no todo depende de la usura. Tener seguro médico en Europa significa presentar una tarjeta al ingresar a un hospital y no desembolsar nada. Tener seguro médico privado en México significa pagar una fortuna y luego luchar con el seguro por un reembolso. La crisis se prestaba para mostrar que detrás de tantas facturas hay sangre en las venas.

Muchas empresas tuvieron pérdidas y aguantaron el embate. No es algo fácil. Sin embargo, hubiera sido espléndido que mostraran algo más: preocupación por el país (lo cual, dicho sea de paso, es buena publicidad). En un momento en que la población estaba recluida, los comercios podían hacer cosas menores pero significativas, como regalar cubrebocas. Telmex instaló un servicio de orientación sobre la influenza. También podría haber instalado un locutorio con llamadas gratuitas de larga distancia. Los bancos, tan inventivos en sus comisiones, podían abrir líneas de crédito en solidaridad con los enfermos. El Palacio de Hierro, que nos despierta el sábado a las ocho para decirnos que ese día tiene ofertas, podía donar camas y otros muebles a hospitales públicos. Hablo de gestos que no solucionan el drama pero revelan que a alguien le importa. ¿Existe la solidaridad social de las empresas o su marca registrada es el egoísmo?

Más allá de la epidemia hay algo más preocupante: la realidad.

Érase una vez un país precario donde la gente sobrevivía a base de cloro y mayonesa.
kikka-roja.blogspot.com/

1 comentario:

  1. Maravilloso texto el que muestras aquí. Villoro, como muchos otros mexicanos más, se indignó y ha luchado con el arma que lleva bajo el brazo: Las palabras. El gobierno, por desgracia, no utilizó el poder que tiene para evitar que la falta de solidaridad denunciada por Villoro y muchos otros no fuera tan evidente. Egoísmo de los poderosos, Miedo de la masa y una mansedumbre apática, rígida y cobarde de las autoridades.

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